La vivencia que tramó la escritura de estas páginas supuso un trabajo con la palabra en la cárcel manicomio y en un instituto de menores de esta ciudad.
Es decir, no se trató ni de un trabajo terapéutico, ni social, tampoco de un trabajo que buscase inscribir cierta llamada: “literatura del encierro”, sino de una experiencia poética; si entendemos por poesía a la invención de una forma de vida por una forma de lenguaje y de una forma de lenguaje por una forma de vida.
En ese proceso que es “tomar la palabra” las personas que participaron de ese espacio de creación produjeron distintos movimientos de subjetivación plasmados en varias publicaciones. De ese modo, fueron advirtiendo que era imposible singularizar una voz, una frase, algún rasgo; a menos que sus escrituras dieran a ver las condiciones de opresión a las que se encontraban sometidas. Es decir, si bien escribir acerca del sentir que las invadía, la soledad, las heridas de amor, la infancia, la falta de libertad o los recursos para imaginarla podían ser formas de resistencia; sin embargo esas escrituras seguían sin cuestionar su lugar de insanas e incapaces – no aptas – para la construcción del bien común y, por lo tanto, apartadas de la sociedad en calidad de desecho humano. Por eso, se decidió jugar una producción que diera a ver lo que sucedía en esos depósitos de vidas humanas, para no hacer de la literatura servidumbre, zona gris, o pausa de humanidad en medio del horror. De ahí que la materialización de esas voces mostrando el día a día en la cárcel dificultara el apoyo externo a la experiencia y generara niveles de confrontación creciente con el poder institucional lo que derivaría en el cierre de la misma.
Sin embargo, cuando se finalizó el trabajo en la cárcel hablar sobre lo vivido se volvió una decisión que excedía lo personal. Así surgió “Los Pibes: historias del encierro”, resultado de una construcción colectiva, un hilado de voces que se fue anudando en la forma de un testimonio. Y cuando digo testimonio no me estoy refiriendo al que se realiza para dar sentido a una experiencia particular, tampoco a aquél que se elabora como denuncia a favor de la verdad o la justicia, – y sí, pero no solamente -, sino fundamentalmente a ese testimonio que sirve para dar cuenta de acontecimientos sin testigos, es decir, sin lenguaje; porque quienes tocaron el fondo de esta experiencia de horror están muertos. Por eso, era imprescindible salir a inventar la lengua de esa lengua muerta, aún en la improbabilidad de poder hacerlo, por quienes estaban muertos y por aquellos que ya no podían hablar o escribir producto de la medicación letal que los arrojaba a un balbucear intraducible, esa muerte que comienza antes de la muerte corporal.
Muchos de los que dimos nuestras voces en este trabajo hubiésemos preferido no hablar, pero ahí donde el relato de alguno de nosotros se detenía o la escritura se volvía imposible de continuar había algo más fuerte que instaba a seguir, esa potencia no era del orden de una voluntad individual, sino de la fuerza de la palabra que obligaba a hablar a pesar de nosotros mismos. Así, estas letras fueron emergiendo de ese silencio no para hacer morir desde sus aplastantes certidumbres y estigmatizaciones, sino para matar la glorificación de la crueldad. Hablar para no transformar el horror en un dios a quien se adora en silencio.
Este ramillete de vidas aquí narradas ha querido fijar el trabajo de una mirada, construir, a través de esa focalización, el punto de vista de una extrañeza. Hablar para tocar los cuerpos, para arrastrarlos hacia el lugar de donde se trata su verdad, ahí donde lo desconocido llama. El dolor del otro ofrecido con el deseo de producir el acto sensible de una conversión: ser vistos por esas miradas que nos miran.
Un libro como morada para esas vidas desnudas, como dispositivo de singularización, de subjetivación del lenguaje, como constancia de sobrevida, pero también un libro como materia con que tramar duelo, porque muchas de las personas aquí mencionadas fueron a parar a una fosa común, es decir, además, de ser asesinadas no fueron dolidas. Para esas víctimas del silencio, estas páginas.
*Autora de «Los pibes: historias del encierro».