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Para desmanicomializar bien

Por Franco Rotelli

En gran parte de Europa y Estados Unidos, la desinstitucionalización se realizó sobre todo como un programa de reducción económica y administrativa, sinónimo de reducción de camas hospitalarias y una de las primeras operaciones consecuentes con la crisis financiera. Fue practicada como “deshospitalización”, política de altas, reducción más o menos gradual de camas y en alguna ocasión, no frecuente, cierre más o menos brusco de hospitales psiquiátricos. Esa desinstitucionalización se muestra coherente con las orientaciones neoliberales y conservadoras del reajuste del Estado de bienestar. En todos los sistemas de salud mental nacidos de la reforma, a pesar de las intenciones que los animaban, permanecen los hospitales psiquiátricos y las estructuras de internación, con un peso que no es secundario: en Europa acogen, bajo estatutos distintos, a un millón de personas. La política de “deshospitalización” se acompañó de una reducción en la duración de las estadías y de un aumento complementario de las altas y de las recaídas. En otras palabras, los hospitales psiquiátricos fueron, al menos en parte, reorganizados según la lógica de la puerta giratoria. Al mismo tiempo, entraron en funcionamiento otras estructuras de tipo asistencial o judicial que, bajo epígrafes diversos, internan pacientes psiquiátricos. La desinstitucionalización entendida como política de externaciones produjo el abandono de sectores relevantes de la población psiquiátrica y, por ello, también la transinstitucionalización: traspaso a residencias de reposo, residencias para ancianos, lugares de crónicos “no psiquiátricos”.

En el campo de la psicoterapia, el elevado nivel de especialización y refinamiento de las técnicas de intervención tiene como consecuencia una elevada selección de los pacientes que se toman a cargo. Los servicios seleccionan los problemas en base a la propia competencia y, en cuanto al resto, “no es un problema nuestro”. Esto significa que los pacientes deben saber presentar las demandas en forma coherente con el tipo de servicio o, al menos, deben presentar problemas pertinentes para las prestaciones ofrecidas. La eficacia de las prestaciones dadas, a menudo reducidas por el esfuerzo de especialización profesional de los trabajadores y de los servicios, si se ponderan en relación con el número de demandas y problemas que no son ni siquiera tomadas en consideración, se revela muy deficiente. Finalmente, este modo de funcionar de los servicios psiquiátricos, especializados y selectivos, hace que las personas sean desplazadas y “peloteadas” entre las competencias diversas y, en definitiva, no tomadas a cargo y abandonadas a sí mismas. El abandono de que estaba acusada la política de deshospitalización es una práctica cotidiana, aunque de una manera menos aparente y disimulada.

Este abandono produce nueva cronicidad y alimenta la necesidad de otros lugares en los que se descarguen e internen temporalmente los pacientes. Entre los servicios ambulatorios y las estructuras para la internación hay una complementariedad, un juego de alimentación recíproca. A la estática de la segregación, en una institución separada y total, la ha sustituido la dinámica de la circulación entre agencias especializadas y prestaciones puntuales y fragmentarias. Así, fragmentados, funcionan el centro para la intervención en crisis, el servicio social que presta subsidios, el ambulatorio que ofrece fármacos, el centro de psicoterapia, etcétera. Así funcionan también los lugares de internación, que son un punto de descarga necesario, temporal y recurrente. Este circuito es un mecanismo que alimenta los problemas y los hace crónicos.

El dilema central y dramático son los nuevos crónicos. Piénsese en los young adult chronic patients, que llenan los servicios en Estados Unidos. Son jóvenes, una multitud, acumulan problemas diversos (sociales, económicos, de salud, psicológicos), alteran el orden público, no son reductibles a categorías diagnósticas definidas, circulan entre los servicios sin llegar a establecer nunca una relación estable y ocupan periódicamente los lugares de internación. Representan de manera ejemplar lo que se produce en el funcionamiento de los nuevos servicios psiquiátricos: un número masivo y creciente de crónicos, un sentimiento difuso de impotencia y frustración entre los trabajadores, la necesidad de lugares de internación que funcionen como válvulas de escape. Esta forma de desinstitucionalización no ha alcanzado el objetivo de superar la necesidad de la coacción.

“Invención de la salud”

Los psiquiatras innovadores en Italia –Gorizia, en los años ’60, y en Trieste en los años ’70 y en la actualidad– trabajan sobre la hipótesis de que el mal oscuro de la psiquiatría está en haber separado un objetivo ficticio, “la enfermedad”, de la existencia global de los pacientes y del cuerpo o tejido de la sociedad. Sobre esa separación artificial se construyó un conjunto de aparatos científicos, legislativos y administrativos –las instituciones–, todos referidos a la enfermedad. Es este conjunto lo que es preciso desmontar (desinstitucionalizar) para retomar contacto con la existencia de los pacientes. El recorrido que a partir de ese momento tuvo lugar es el de la desinstitucionalización. En ella, están contenidos el objetivo y la acción terapéutica (por lo tanto no se hace “política”) y, al mismo tiempo, se utiliza el poder, residual pero insustituible, que la psiquiatría tiene en el sistema institucional, como poder de transformación (y por tanto se hace “política”).

El primer paso de la desinstitucionalización consiste en no pretender ya tanto afrontar la etiología de la enfermedad (se renuncia precisamente a cada intención de explicación causal), sino orientarse hacia una intervención práctica que retroceda en la cadena de las determinaciones normativas, de las definiciones científicas, de las estructuras institucionales a través de las cuales la enfermedad mental ha adquirido aquella forma de existencia y de expresión. La inversión de la solución orienta globalmente la acción terapéutica como acción de transformación institucional.

El énfasis no se pone ya sobre el proceso de curación sino sobre el proyecto de “invención de la salud” y de “reproducción social del paciente”. Se trata de utilizar la riqueza infinita de los roles sociales posibles. Pero es preciso promover activamente esta posibilidad. Por esto los encuentros, las fiestas, el espacio comunitario, la reconversión continua de los recursos institucionales, la afectividad y la solidaridad llegan a ser momentos y objetivos centrales en la economía terapéutica (que es economía política).

Los actores principales del proceso de desinstitucionalización son los técnicos que trabajan en el interior de las instituciones, quienes transforman la organización, las relaciones y las reglas de juego ejerciendo activamente su rol terapéutico de psiquiatras, psicólogos, enfermeros, etcétera. Sobre esta base, también los pacientes se hacen actores y la relación terapéutica llega a ser un recurso de poder que se utiliza para hacer una llamada a la responsabilidad y a los poderes de los responsables de la salud mental, los políticos. En otras palabras, los técnicos de la salud mental activan toda la red de relaciones que estructuran el sistema de acción institucional. Este es un aspecto importante de la desinstitucionalización italiana, que se diferencia de otras experiencias en las cuales fue proyectada por políticos reformadores, aplicada por administradores o proclamada como un objetivo político por movimientos radicales. En Italia, se ha configurado como un trabajo concreto y cotidiano de los técnicos. La nueva política de salud mental se va construyendo en cada ámbito local y en el interior de la institución. De esa forma, se encuentran interesados, implicados y movilizados los pacientes, la comunidad local, la opinión pública.

El objetivo prioritario de la desinstitucionalización es transformar las relaciones de poder entre la institución y los sujetos, los pacientes en primer lugar. Al comienzo, en el desmantelamiento del manicomio, esta transformación se produce a través de gestos muy elementales: eliminar los medios de contención, restablecer la relación del individuo con su propio cuerpo, reconstruir el derecho y la capacidad de uso de los objetos personales, restablecer el derecho y la capacidad de utilizar la palabra, eliminar la ergoterapia, abrir las puertas, producir relaciones, espacios y objetos de interlocución, establecer condiciones para la expresión de los sentimientos, restituir los derechos civiles eliminando la coacción, la tutela jurídica y el status de peligrosidad, reactivar un fondo de ayuda económica para poder acceder a los intercambios sociales.

Esto significa que no se da un trabajo a un paciente psiquiátrico como resultado y reconocimiento de que ya está mejor (un premio), ni como terapia, sino como una condición preliminar para que pueda estar mejor (un derecho), y se le ayuda también a hacer y a vivir de este trabajo. ¿Será capaz de hacerlo? Pero no es que lo sometamos a una prueba, es más bien un espacio de vida mediante el que le ayudamos a vivir. Es una prueba para nosotros. Si el trabajo es el reconocimiento de un derecho, es el sujeto quien realiza una de sus posibilidades; si es una “técnica de tratamiento”, es la institución la que lo decide.


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