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No se debe ampliar la Corte Suprema

Por Alejandro Carrió

Como una letanía que cobra fuerza cada tanto, paradójicamente más si es el Jefe de Gabinete quien sale a desmentirlo, otra vez se escuchan voces cercanas al oficialismo que sugieren la conveniencia de ampliar la composición de la Corte Suprema.

Concedamos por un momento –en un acto de inmensa ingenuidad— que esa ampliación no busca consagrar, a la manera de los ’90, una nueva Corte “adicta”. Esto es, una que incluya suficientes candidatos afines al kirchnerismo como para aliviar la situación que enfrentarán sus figuras emblemáticas, una vez que su actuación sea examinada por los jueces durante el mandato de un próximo gobierno. O sea, supongamos que detrás de esta ampliación el oficialismo no tiene ninguna intención oculta, de esas a las que nos tiene ya acostumbrados. Aún en ese escenario, resulta útil analizar los argumentos que se ofrecen para justificar esa medida, a fin de que se entienda su total innecesariedad en función del rol que la Constitución y las leyes asignan a la Corte Suprema.

Una de esas justificaciones ha sido expuesta recientemente por el ex Juez Eugenio Raúl Zaffaroni en una entrevista concedida al diario Página 12. Allí el Dr. Zaffaroni explicó que esa ampliación era necesaria a fin de que pudiesen nombrarse especialistas en todas las ramas del derecho (laboral, comercial, penal, etc), de manera de permitir que la Corte cumpla mejor con la tarea que viene ejerciendo desde años y que consistiría en uniformar la interpretación de las leyes referidas a cada una de esas ramas del derecho. En otras palabras, cumplir con lo que se denomina la tarea “casatoria” que, también en su opinión, es lo que la Corte hace cuando aplica la llamada “doctrina de la arbitrariedad” de sentencias. Aun cuando esto pueda parecer algo técnico, esa herramienta, siempre en la opinión de este jurista, es la que el Tribunal utiliza cuando revisa las sentencias que dictan los tribunales de todo el país, para verificar si ha sido bien o mal aplicada la ley. Con esa premisa en mente –la necesidad de dotar a la Corte de más expertos en todas las áreas del derecho— la ampliación del Tribunal para llevar su número hasta doce o quince integrantes, aparecería como una medida entendible.

El problema con este razonamiento es que su base está mal. La competencia de la Corte Suprema, desde su creación y a través de las primeras leyes dictadas por el Congreso luego de la unificación del país a partir de 1860, estuvo siempre limitada a resolver conflictos de tres órdenes: (i) los que se suscitan entre el Gobierno central y las Provincias, puesto que la división de competencias entre ellos puede en ocasiones no ser nítida; (ii) los problemas generados entre los distintos poderes del Gobierno central, ya que la Constitución impone para su funcionamiento un sistema de equilibrios y controles recíprocos; y (iii) los conflictos que se suscitan cuando los particulares entienden que algún acto de los poderes del Estado entra en colisión con un derecho constitucional que los ampara. En cambio, ni la Constitución Nacional ni las leyes dictadas en su consecuencia otorgaron a la Corte Suprema la atribución de uniformar la interpretación del llamado “derecho común” (por ejemplo, los Códigos civil y comercial, penal, minería, etc.) ni la de señalar cuál es la interpretación de esas leyes que se considera más razonable.

Es verdad que la Corte, a partir de comienzos del siglo XX y mediante la llamada “doctrina de la arbitrariedad de sentencias”, dio un paso novedoso al considerar que la violación a la Constitución (en el caso, la garantía de la “defensa en juicio”), podía generarse a partir de una sentencia judicial que violara el razonable derecho de los particulares de obtener un pronunciamiento basado en la ley aplicable y en las pruebas obrantes en el expediente. Con ese sustento, extendió su competencia a los casos en los que ese derecho había sido afectado por una sentencia que incurriera en alguna de estas serias y excepcionales anomalías: invocar una ley derogada, no aplicar la ley vigente, apoyarse en prueba inexistente, desconocer por completo la prueba producida en el juicio o, finalmente, no resolver de ninguna manera la específica cuestión planteada. La llamada “doctrina de la arbitrariedad” quedaba así reservada para malformaciones de grave trascendencia.

Lo dicho hasta aquí demuestra que carece de toda base constitucional y legal suponer que la Corte puede actuar como un “tribunal de casación nacional”, con facultades de interpretar de manera unificada el derecho en sus diversas áreas. Es más, la ley 48 que regula las vías de acceso a la Corte Suprema prohíbe expresamente la posibilidad de que la Corte asuma el conocimiento de causas donde sólo se discuta la interpretación de las leyes “comunes” que dicta el Congreso, por contraposición a las llamadas leyes “federales” (por ejemplo, las relacionadas con las Aduanas, emisión de moneda, y otras pocas leyes cuya aplicación ha sido atribuida exclusivamente a órganos del gobierno federal).

El Alto Tribunal tiene, con las tareas propias que surgen de la Constitución y las leyes vigentes, una tarea de enorme importancia institucional como para, encima, arrogarse otras que no reconocen ningún fundamento válido.

Alejandro Carrió es vicepresidente de la Asociación por los Derechos Civiles (ADC)

Fuente: Clarín.


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