Puestos a debatir sobre la necesidad, oportunidad y metodología de una posible reforma del actual Código Penal , es importante señalar que la discusión sobre la sanción de una nueva legislación penal debería traspasar las fronteras propiamente jurídicas de especialistas y académicos para incluir cuestiones de política criminal general que deben ser expresadas por el conjunto de la sociedad.
Tanto la Constitución Nacional como el Código Penal vigente estructuran una serie de valores que el liberalismo político de los siglos XVIII y XIX denominarían derechos humanos de primera generación, esto es, los derechos de los individuos frente al Estado o mayorías políticas, étnicas, raciales o religiosas dominantes.
En el siglo XX, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, empezaron a surgir lo que se conoce como el sistema de protección de los derechos humanos de segunda generación: los derechos sociales o colectivos. Éste es un concepto no contemplado en el derecho penal liberal, ya que, cuando se vulnera la ley penal, y más allá del «bien jurídico» protegido, lo cierto es que es el Estado el que debe reparar el «daño» fuera de toda consulta o mediación social posible.
La aparición del concepto de colectivo social le da una nueva dimensión a la «víctima de un delito penal», no en cuanto a la investigación y penalización de un delito puntual, que sigue siendo una obligación inalienable e indelegable del Estado, sino en el sentido de cómo ese colectivo se hace también cargo de cuál será el límite de la persecución penal.
Antes de la Revolución Francesa, el Estado era sin duda identificado con la figura del rey. Desde 1776, en América, y 1789, en Francia, esa presencia real es sustituida por el concepto de soberanía popular. Por muchos años se discutió cómo la soberanía del pueblo era trasladada a la legitimidad del Estado para tomar decisiones por ese colectivo; el consenso que prevaleció es que esa legitimidad y legalidad tenía que ver con la representación.
En este ejercicio de la delegación del poder popular está incluido el proponer la ley penal, ya que la determinación de los límites de la punición es un ejercicio de poder.
Es claro que el código penal argentino vigente debe ser modificado. La comisión integrada a instancias del Poder Ejecutivo lo explica más que claramente en las primeras páginas de la exposición de motivos del anteproyecto. La necesidad de la reforma del Código Penal no está en discusión. Pero ésta es sólo una de tres cuestiones a tratar.
Respecto de la oportunidad en la que se plantea la reforma, se puede señalar que pareciera que éste no es un momento adecuado para el tratamiento de esta iniciativa. Incluso alguno de los integrantes de la comisión que propuso el anteproyecto, públicamente sostuvo que éste no era un momento políticamente correcto para avanzar con su tratamiento, toda vez que la relativa proximidad de la finalización del mandato del Poder Ejecutivo degradaría su discusión política, sumiéndola en las prioridades de las distintas campañas electorales.
Es cierto que el Código Penal de 1921 ha sido reformado y vuelto a reformar hasta destruir su lógica jurídica, pero si han pasado más de 90 años desde su sanción, también nos debemos el tiempo necesario para considerar y evaluar qué normativa penal pondremos en vigor para las próximas décadas, atendiendo además a los tiempos necesarios para que los que sean consultados sean apropiadamente escuchados por los representantes del pueblo. Éstas son decisiones que deben estar alejadas de maratones legislativas donde en poco tiempo hablan muchas personas de cosas distintas, donde se reflexiona poco y luego se decide desde posiciones que ya estaban establecidas antes de empezar a debatir.
Esto nos lleva a evaluar la metodología utilizada por el Poder Ejecutivo para su concreción, que dista de ser la apropiada, ya que la discusión para una reforma de estas características tuvo una matriz hasta históricamente retrógrada y antigua.
La propia comisión que le presentó su anteproyecto al Poder Ejecutivo, al contar la historia de las propuestas de legislación penal, algunas vigentes y otras simples proyectos, refieren dos metodologías que rigieron esos procesos históricos. Por un lado, las comisiones de especialistas, cuyos proyectos en general no cuajaron políticamente; por el otro, las reformas encaradas por comisiones parlamentarias, que sí consiguieron la necesaria sinergia política para ser consagradas legislativamente. No sólo este anteproyecto, sino cualquier futura reforma penal, para ser oportuna debe ser legislada dentro de un consenso social aceptable.
La ciencia jurídica ha estandarizado, a través de los aportes de abogados y profesores de derecho y de los fallos de los máximos tribunales penales, los márgenes de derechos y garantías que la Constitución Nacional reputa como imposibles de traspasar. Fuera de esto, debe ser el colectivo social o las organizaciones sociales quienes participen en la decisión respecto de qué conductas se reputen como delitos y con qué pena deben ser incluidos en la ley.
Otro tema a considerar es que la comisión designada por el Poder Ejecutivo es centralmente «porteña» y el Código Penal es una legislación aplicable en todo el territorio nacional.
Finalmente, hay que recordar que la Justicia sólo aparece en escena cuando el delito ha sido cometido. Pero son las agencias de aplicación de la ley las que acuden primero al control de hechos delictivos y las que dirigen las primeras medidas tendientes a poner bajo custodia a los responsables y ayudar a las víctimas. Esto nos lleva a dos conclusiones. La primera, ninguna ley penal soluciona cuestiones de la realidad, más allá de su sentido ordenatorio. Por otro lado, el «quantum» de la pena no es tan disuasivo como la convicción de que si se es descubierto infringiendo la ley penal las consecuencias serán las que efectivamente determina la ley. Esta convicción no es una construcción jurídica, sino social, en la que actores sociales, agencias policiales y Poder Judicial deben actuar con sinergia y consenso.