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Los asesinatos de la patria movilera

Por Ricardo Ragendorfer

No resultó una mala temporada para la cosecha roja. Pero con una notable característica: 2013 fue el año en que las calles fueron menos peligrosas que el hogar. La Argentina, con una de las tasas de homicidios más bajas del continente –alrededor de 5,4 por cada 100 mil habitantes–, contiene, sin embargo, un creciente escenario de violencia que brota entre sectores sociales sin vínculos con el mundo del delito. De hecho, en los últimos 12 meses, el espíritu público se vio abrumado por episodios mortales cometidos entre personas que se conocían previamente a través de lazos familiares, laborales o de vecindad.

Esta clase de crímenes –según estadísticas del Ministerio de Seguridad– constituye el 55% de los asesinatos cometidos en la Ciudad de Buenos Aires y el 68% de los ocurridos en el resto del país. Una cifra que, por cierto, supera con holgura las fatalidades urbanas en ocasión de robo. Prueba de ello son las 280 mujeres malogradas durante dicho lapso en manos de maridos, novios y amantes, por motivos tan diversos como los celos, el ataque sexual o una camisa mal planchada. En semejante contexto temporal y fáctico, el espantoso modo de morir de la adolescente Ángeles Rawson edificaría una bisagra en la historia policial argentina. Aunque, más que por derecho propio, en razón a su fenomenología comunicacional algo surrealista.

Ya se sabe que ciertos hechos criminales suelen dejar huellas imborrables en su tiempo. A manera de ejemplo, bien vale evocar uno en particular: el caso del descuartizador de Barracas. Su víctima: Alicia Methyger, una empleada doméstica de la cual Jorge Eduardo Burgos, un joven de clase media que trabajaba en la papelería mayorista del padre, se había enamorado de un modo algo obsesivo. Sus trozos anatómicos aparecieron en diferentes sitios de la ciudad. El asunto –cuyos capítulos incluyeron un misterio inicial sobre la identidad de la finada y la pesquisa que dio con su matador– mantuvo en vilo por meses a la llamada mayoría silenciosa.

Corría el verano de 1955. Lo cierto es que esa particularidad cronológica incidió en un fenómeno político digno de ser analizado. El océano social que separaba a los protagonistas hizo que el público dividiera sus simpatías: para algunos, ella murió por no someterse al yugo afectivo del hijo de sus patrones; para otros, él era un muchacho de bien, caído en las garras de una arribista.

En realidad, bajo tal distribución de pareceres anidaba nada menos que un signo de la época: la representación de la antinomia en torno al peronismo. El interés por el caso cesó abruptamente el 16 de junio de ese año, al ser opacado por un crimen aún mayor: el bombardeo a la Plaza de Mayo.

A casi seis décadas de ello, el 8 de junio de 2013, la chica Rawson fue hallada sin vida dentro de una bolsa de residuos en un predio de la CEAMSE. Ya en el atardecer de ese mismo día, un psiquiatra forense convocado por un canal de TV trazaría una hipótesis inolvidable: «Los empleados del lugar, por el tipo de trabajo que realizan, son muy proclives a cometer este tipo de asesinatos.» El tipo pronunció esa frase sin que se le moviera un solo músculo del rostro. Tampoco imaginó que acababa de dar el puntapié inicial de algo hasta entonces no explorado en forma tan extrema: la transformación de la noticia policial en entretenimiento puro. Transmitido en tiempo real. Con cada paso de la pesquisa ante la mirada de millones de espectadores. Una sinfonía con opinadores de toda laya y afín al señalamiento irresponsable de presuntos sospechosos. En suma, una gesta mediática oscilante entre Kafka, Orwell y Lombroso.

Claro que existió una escalada para llegar a ello. En lo que va del siglo XXI, hubo al menos tres coberturas antológicas sobre crímenes y situaciones afines: el del secuestro del padre de Pablo Echarri, el del accidente fatal de la familia Pomar y el asesinato de la niña Candela Sol Rodríguez.

Lo de Echarri fue sublime, y derivó en el cobro del botín por una banda de oportunistas, luego de que la TV transmitiera en tiempo real las negociaciones por el rescate.

Lo de los Pomar fue antológico, y derivó –ante la inacción policial por localizar a esa familia– en un festival de informaciones apócrifas que incluían tráfico de drogas, deudas de juego, violencia doméstica, abuso sexual y, por último, tres homicidios seguidos por un discretísimo suicidio.

En cambio, lo de Candela fue más elaborado. La fraudulenta pesquisa del caso no tuvo otro propósito que el de encubrir, en los arrabales de ese crimen, los negocios de los uniformados con el hampa. En tal escenario, el rol de la prensa no fue fruto de un juego propio sino parte de la estrategia policial. Una simple parte. Y tal vez la más miserable.

Con el caso Ángeles, los protocolos periodísticos retornaron a su habitual afán por vampirizar una tragedia policial. Pero con una intensidad jamás vista. Y aun cuando la autoría del crimen estaba esclarecida desde el comienzo. ¿Acaso en ello radica su diferencia con otras coberturas? Es muy posible: por lo común, los homicidios suelen tener motivos, escenarios y datas de la muerte, aunque eventualmente se desconozca la identidad o el paradero del victimario. Aquí fue al revés: había un asesino en medio de un crimen sin historia, sin tiempo ni lugar. Un asesino en la nada. Ello bastó para que la patria movilera se lanzara al maratónico frenesí de la abstracción.

En el caso Ángeles, los periodistas renunciaron a ser los relatores de una trama para integrar el elenco de sus protagonistas, pero apenas como actores de reparto. Lo cierto es que el cénit del caso coincidió con la ya famosa frase por TV del pequeño hijo del abogado defensor: «Boludo, si el portero la mató». Luego caería pesadamente el telón.

A meses de tal declive, la «parte sana de la población» asistió no sin horror a la seguidilla de sublevaciones policiales y saqueos, con la fantasmal presencia del crimen organizado como música de fondo. El mundo real está otra vez en acción.

Fuente: Tiempo Argentino.


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