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La técnica de los golpes de estado en cinco pasos

Por Walter Goobar

Mientras se conmemora el 38 aniversario del golpe de Estado en la Argentina, el periodista Nicolas J. S. Davies publica en el portal AlterNet, un racconto de los 35 países en los que EE UU apoyó la toma del poder por grupos  fascistas, narcos y terroristas. Davies toma el siglo XX y XXI para mostrar cómo fascistas, dictadores, narcotraficantes y señores de la guerra de todo el globo han gozado del patrocinio de EE UU en su implacable lucha por consolidar su hegemonía.

La dictadura militar argentina integra esa macabra nómina que concluye –por ahora–, con el derrocamiento del gobierno de Ucrania y la instalación de una coalición liderada por tres partidos abiertamente neonazis. Las técnicas para producir lo que EEUU eufemísticamente ha denominado «cambio de régimen» han evolucionado tanto que, por primera vez en su historia, Washington intentó el derrocamiento simultáneo de los gobiernos de Ucrania, Venezuela y Siria. Pero la jugada sólo tuvo éxito en Ucrania.
En los tres países se ha seguido al pie de la letra los cinco pasos para un golpe de Estado suave, según las recetas del politólogo estadounidense Gene Sharp, fundador de la ONG Albert Einstein, cuyo supuesto fin es promover «la defensa de la libertad y la democracia y la reducción de la violencia política mediante el uso de acciones no violentas». Su obra –una suerte de manual de autoayuda para golpistas–, enumera los cinco pasos para provocar golpes suaves: ablandamiento; deslegitimación; calentamiento de calle; combinación de formas de lucha y fractura institucional.
Mediante el primer paso del manual De la dictadura a la democracia –traducido a 30 idiomas y utilizado casi siempre contra gobiernos democráticamente electos– se busca la promoción de acciones para generar un clima de malestar social en el país, desarrollando matrices de opinión sobre problemas reales o potenciales. La muletilla predilecta suele ser la promoción de denuncias de corrupción estatal que, en gran parte de los casos, no han sido comprobadas, pero influyen en generar «clima» –tanto antigubernamental, como antiestatal– como sucedió en la década del 90 para justificar la ola privatizadora sobre las empresas públicas.
Estas denuncias, fundadas o no, comienzan a «erosionar la base de apoyo  del gobierno a ser derrocado, apuntando a crear un descontento social creciente». Esta primera fase se refuerza con la generación de problemas económicos cotidianos: el desabastecimiento de productos de primera necesidad y una escalada de precios, por ejemplo, a través del control directo de grupos monopólicos sobre la matriz productiva del país. «Una no intervención estatal en este primer momento puede resultar muy peligrosa a mediano plazo, ya que implicaría perder la posibilidad de controlar un área muy sensible para las necesidades básicas de la población», señala Juan Manuel Karg, investigador del Centro Cultural de la Cooperación.
El siguiente paso es atacar la legitimidad a través de la denuncia de la inexistencia de la libertad de prensa –desde la misma prensa, valga la paradoja– y un supuesto avance del gobierno –que está en la mira de Washington– sobre los Derechos Humanos, algo que en general no ha podido ser probado en los gobiernos posneoliberales de América Latina, pero si en Siria, por ejemplo. Karg señala que se intenta crear la matriz de opinión de un autoritarismo creciente, bajo un supuesto «pensamiento único», replicando estas denuncias por todos los medios masivos privados. La mayor parte de los gobiernos progresistas en América Latina han afrontado estas primeras dos etapas y en especial la segunda. La frase «vienen por todo», repetida hasta el hartazgo, ha sido el caballito de batalla para intentar erosionar las bases de apoyo de estos gobiernos, fundamentalmente asentados en las mayorías populares.
El tercer momento consiste en la promoción de una «lucha activa callejera», que bajo reivindicaciones políticas y sociales confronte de forma directa con el gobierno. Así, se pueden dar protestas violentas contra las instituciones, tal como sucedió desde febrero en Venezuela –con el ataque a fiscalías públicas, casas de gobernadores, mercados populares promovidos por el Ejecutivo. Tanto en Venezuela como en Ucrania se recurrió a francotiradores que dispararon contra oficialistas y opositores para generar una escalada de violencia.
Esta no es la primera vez que francotiradores y paramilitares aparecen en las recetas de Sharp: En 1990 un joven fisioterapeuta de 31 años, Audrius Butkevicius, fue nombrado por el gobierno lituano, director del Departamento de Defensa del país, una especie de ministro de defensa. Butkevicius se graduó en la Albert Einstein Institution, dirigida por Sharp. Sus técnicas fueron aplicadas por Butkévicius en Lituania y más tarde por organizaciones como Kmara (Georgia) Porá (Ucrania), KelKel (Kirguizia) o Zubr (Bielorrusia) en sus «revoluciones de colores».
En 1991 Lituania mantenía una pulseada muy seria para lograr su independencia de la URSS. Se esperaban medidas de fuerza de Moscú. Era la lucha entre David y Goliat. «Decidí no crear un pequeño ejército, sino usar la guerra psicológica», explica Butkevicius años después. «Sabíamos bastante bien lo que el adversario iba a hacer y les estropeamos todo el escenario» (entrevista en Youtube, enero de 2013). «Las ideas tradicionales de defensa no iban a funcionar», decía en otoño de 1990. «Vamos a crear un grupo paramilitar de unos 500 hombres capaz de responder rápidamente a las crisis y varias unidades entrenadas en la guerra psicológica.» (Boletín del Instituto Einstein, otoño 1990).
En Lituania había un genuino movimiento nacional popular. Moscú jugó movilizando a la minoría rusa. Quería provocar enfrentamientos y a continuación intervenir militarmente como «mediador». Fue así como se llegó al «domingo sangriento», el 13 de enero de 1991. La tropa rusa llegó a la torre de la televisión para desalojarla, pero la ciudadanía bloqueó el lugar. Entonces actuaron francotiradores. Más de una docena de personas murieron por impactos de armas de fuego y muchos más fueron heridos. Les tirotearon desde las azoteas y los balcones de los edificios circundantes. ¿Quién tiroteó a la multitud? «Mis hombres no estaban estacionados allí (…) la tropa especial del KGB no llevaba munición real en sus armas, sólo en los bolsillos como reserva, nuestro objetivo era entrar en la sede de la televisión», explicó el jefe del operativo ruso, Mijail Golovatov (en Die Presse, 3 de septiembre de 2011). Inmediatamente después de los hechos todo eso ya se dijo, pero, ¿quién iba a creer que Goliat no disparó contra David y que aquello no había sido una «masacre» del KGB? Hubo que esperar más de diez años para que el propio Butkevicius explicara que fueron sus hombres, armados con fusiles de caza, quienes dispararon a la muchedumbre desde las azoteas. Lo dijo en una entrevista con la revista Obzor publicada en 2000: «Lo digo claramente: fui yo el que planeó todo lo que ocurrió. Había trabajado bastante tiempo en la Institución Albert Einstein con el profesor Gene Sharp, que entonces se ocupaba de lo que se definía como «defensa civil», en otras palabras la guerra psicológica. Sí, yo programé la manera de poner en dificultades al ejército ruso, en una situación tan incómoda que obligara a cada oficial ruso a avergonzarse. Fue guerra psicológica. En aquel conflicto no habíamos podido vencer con el uso de la fuerza, eso lo teníamos muy claro, por eso trasladé la batalla a otro plano, el del enfrentamiento psicológico, y vencí», dice Butkevicius en el video de enero de 2013.
El anteúltimo paso recomendado por Sharp está vinculado con las movilizaciones y la combinación de diversas formas de lucha: organización de marchas y tomas de instituciones emblemáticas, con el objeto de coparlas y convertirlas en plataforma publicitaria, desarrollo de operaciones de guerra psicológica y acciones armadas para justificar medidas represivas y crear un clima de ingobernabilidad, impulso de campaña de rumores entre fuerzas militares y tratar de desmoralizar a los organismos de seguridad.
La quinta y última etapa prevé la fractura institucional: sobre la base de las acciones callejeras, tomas de instituciones y pronunciamientos militares, se obliga la renuncia del presidente.

Fuente: Tiempo Argentino.

 


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