La amistad con Mario se la debo a las redes sociales y a su insistencia. Vivíamos a larga distancia de modo que había que ponerse a escribir. La lejanía nunca fue para él un obstáculo, siempre encontraba la manera de estar cerca. Yo le mandaba a Mario lo que escribía y Mario hacía lo mismo con algunos de sus escritos. No importaba la hora, te escribía a la madrugada o a la noche muy tarde. Abrías el correo y tenían un mensaje de Mario. No le gustaban los guiñes de ojo, cultivaba la amistad con franqueza y no le temía a ninguna discusión. De modo que siempre era implacable, si tenía que serlo. No hacía concesiones. Mario creía que no había que estar de acuerdo para construir algo, bastaba con tener un horizonte en común. El resto era cuestión de tiempo, de poner las cosas en el tiempo.
No solo fue un gran tipo sino también un gran juez, alguien que no se limitaba a hablar a través de la sentencia, le ponía el cuerpo a los expedientes hasta humanizar la justicia que administraba. Llegaba a las causas con otras preguntas porque se acercaba con otra sensibilidad. Sabía que detrás de un expediente había gente de carne y hueso, había dolor y bronca, y entendía que hacer justicia era, también, hacerse cargo de esas emociones. Una sentencia siempre será injusta si le da la espalda a esas dimensiones afectivas. Y Mario siempre trato, al margen del expediente, de acercar a las partes, de bajarle los decibeles a las discusiones, de reponer la concordia. No hay justicia si no ponemos los pies en la tierra, no hay justicia sin piedad. Porque para Mario la justicia no era incompatible con el perdón. Al contrario, era su mejor complemento.
Para muchos, Mario era incorrecto. Por ejemplo, cuando juntaba a las víctimas con los victimarios, a los presos con los penitenciarios. Peleaba para que las víctimas tramitasen su dolor con comprensión y sin rencores, reconciliándonos entre todos. Sabía que abordar las violencias en las cárceles implicaba dialogar con los penitenciarios. Siempre había otra oportunidad para las personas, sean los presos, las víctimas, los penitenciarios o los funcionarios. Porque Mario creía que había que construir desde la confianza, apostando por las personas, nunca estaba dicha la última palabra, siempre podíamos cambiar.
Mario se la pasaba viajando, porque era una máquina de militar. En esos viajes conoció a mucha gente que fue poniendo en contacto entre sí. Porque eso era lo que hacía: abría espacios de militancia, es decir, de debate y libertad. Sabía que la injusticia no se transforma con una sentencia, por más oportuna sea esta. Las transformaciones necesitaban la participación comprometida de muchos y muchas personas. Y Mario se dedicaba a reclutar ese tiempo, esa energía. Creía que la libertad de uno no terminaba en la libertad del otro. Más bien todo lo contrario: que la libertad de uno se reforzaba con la libertad del otro. Si el otro no era libre entonces yo no era tan libre como declamaba serlo. Por eso Mario militaba incansablemente desde la amistad, con la amistad. La amistad era su mejor aliada.
A través de Mario conocí a mucha gente maravillosa. Con muchas de ellas nos unen las discusiones y las ganas de transformar. Y los mejores insumos que necesitan esos cambios, sobre todo cuando requieren tiempos largos, son la confianza y la sonrisa. Son las dos cosas que me dejó su amistad, las dos cosas que seguiré encontrando en todos los amigos que me legó.
Fuente: El País Digital