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La memoria de la AMIA nos interpela a todos los argentinos

Por Abraham Skorka

En la realidad líquida del presente, según la acertada definición de Zygmunt Bauman, pareciera que el concepto de memoria ha sido erradicado de lo humano. En una realidad sólida, por seguir con los conceptos metafóricos del sociólogo polaco, se puede rastrear el pasado analizando los cambios de las estructuras y procesos sociales, pues hay una relación íntima entre los estadios por los que va evolucionando cada pueblo, al igual que cada individuo. Pero, en una realidad con vínculos tan endebles, como la líquida, o tal vez, ya debiéramos decir, gaseosa, todo pareciera indicar que el concepto de memoria se va diluyendo, pues lo único que prevalece es el presente. El hoy, aquí, ahora, pareciera definirlo todo. El concepto de trascendencia pareciera haber caducado o referir solamente a actitudes y creencias del pasado. Por ello, en el mundo del presente no hay estadistas, sino políticos, pues sus actos de gobierno proyectan una mera preocupación por el hoy, a lo sumo por el mañana; importa poco si se hipoteca el futuro de las generaciones por venir.

La visión bíblica que enseña que las acciones de los individuos y los pueblos van definiendo su futuro, que la ignominia seguirá engendrando ignominia y la acción de piedad, misericordia, pareciera haberse perdido en medio de un laberinto en el que aparentemente todo da lo mismo. Es sólo la memoria existencial que busca con afán ser objetiva y que aún prevalece en la condición humana la que permite evaluar estas afirmaciones bíblicas, ver su cumplimiento a lo largo de la Historia y concluir que una rectificación de los errores del pasado conllevará a la construcción de una realidad diferente.

Es esa memoria la que nos interpela a todos los argentinos este 18 de julio, al cumplirse veinte años del atentado que destruyó la AMIA. Nos interpela acerca de nuestro pasado y sus proyecciones para el futuro. El hecho de que, después de dos décadas, aún no se haya podido finalizar una investigación coherente acerca de aquel acto vandálico habla a las claras de nuestras falencias éticas que, seguramente, sin una rectificación apropiada, seguirán signando nuestro porvenir.

Nuestra sociedad deambula desde hace décadas en un círculo vicioso del que no puede salir. Pareciera ser que no hay una firme decisión por enfrentar con valentía las materias pendientes de un pasado en el que los derramamientos de sangre y el odio dividieron a la sociedad. La revisión crítica de un pasado plagado de errores que aún signan nuestro presente es un imperativo ineludible si se desea erigir un futuro distinto, exento de los vicios de aquél. Veinte años sin un informe claro y conciso de lo que pasó aquel fatídico 18 de julio es sólo la punta de un ovillo que continúa resguardando en la impunidad a aquellos que macularon nuestro pasado y sirven de nefasto paradigma para los que en el presente siguen entendiendo que, por lo menos en nuestro país, la justicia es meramente un vocablo intrascendente.

Cuando Caín mató a su hermano Abel, Dios lo increpó diciendo: «La voz de las sangres de tu hermano claman a mí desde la tierra». Los sabios del Talmud se inquieren acerca del sentido del plural del sustantivo «sangre» que aparece en el versículo e interpretan que refiere a las generaciones futuras que debían engendrarse a partir de Abel hasta el fin de los tiempos, generaciones que por siempre seguirán demandando por este crimen. Cuando alguien asesina a un solo individuo, concluye diciendo esta exégesis, es como si matase a una humanidad entera que potencialmente pudo haberse formado de aquél, tal como ocurrió con Adán, el hombre primigenio de quien todos somos sus descendientes (Avot de Rabí Natan, versión 1, capítulo 31).

Las sangres de quienes fueron vilmente asesinados el 18 de julio de 1994 seguirán clamando a nuestras conciencias, de generación en generación. No sólo seguirán interpelando a los gobernantes argentinos sobre la ausencia de una conclusión seria, resultante de una investigación minuciosa y objetiva sobre quiénes y cómo perpetraron el crimen, sino que también nos seguirán interpelando a todos en tanto parte de una conducta colectiva a la que, quienes pergeñaron el atentado, consideraron propicia para la realización de éste.

Hay momentos en la historia de los pueblos y las naciones en los que las versiones falseadas y tergiversadas de los hechos del pasado precipitan. Son instantes en los que la ignominia no puede sustentarse más y la verdad termina emergiendo. Es cuando Dios, el Juez insobornable, interviene en la Historia, según la perspectiva bíblica; es cuando el hombre comienza a hallar el sentido profundo de su existencia, según la visión humanista agnóstica.

El denominador común de ambas visiones es que, sin una clara condena a los que siembran odio y muerte como ideal de vida y a sus infames ideologías, el entorno que se crea transforma a los individuos en meros seres alienados, condenados a pasar su existencia en una realidad sin sueños ni esperanzas.

La ausencia de una clara investigación que conlleve a la identificación de los planificadores y perpetradores de este ominoso hecho les otorga una victoria póstuma a las oscuras ideologías que sustentan tal accionar. El siglo pasado fue regado por doquier con la sangre de millones de inocentes, derramada por la demencial violencia de aquellos que, encaramados en el poder, se creyeron poseedores del atributo de decidir sobre la vida y el sufrimiento de otros. Nuestra tierra no estuvo exenta de tales barbaries. Nuestro país, al igual que el mundo, también necesita dramáticamente de un mensaje de cordura en el que la pulsión de vida derrote a la de la muerte. El silencio, la falta de reacción ante la crueldad, nos enseña la Historia, es la señal que esperan los sedientos de sangre para profundizar sus crímenes. La indiferencia del mundo ante la persecución de pueblos indefensos oprimidos por líderes enfermos de odio azuzó a sus inmundas pasiones para que sus acciones de violencia se transformasen en genocidios.

La voz de la sangre de nuestros hermanos arrancados de cuajo de la vida terrenal por una bomba asesina sigue demandándonos justicia, un dramático cambio en nuestra forma de vida para que la historia sea honrada y para que, en el presente, puedan gestarse las acciones que conformen, de una vez por todas, una luminosa memoria para el futuro.

Fuente: La Nacion


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