Por Rodolfo Palacios.
Los jueces que lo condenaron a cadena perpetua lo definieron como un hombre frío, peligroso e inhumano. Lo acusaron de matar a un comerciante en un intento de robo y de pedirle dinero a la viuda para no cortar el cuerpo en pedazos. Cuando ocurrió el crimen, el 22 de agosto de 2002, Yang Lin tenía 22 años: había llegado a la Argentina en un barco pesquero taiwanés que lo traía desde China. Sus padres lo habían vendido como esclavo. Desesperado, escapó de ese destino errante: pasó de esclavo a polizón. Esas dos condiciones fueron derribadas el día que mató a un hombre y se convirtió en asesino.
La historia de Li, uno de los 36 presos chinos que hay en las cárceles argentinas, es laberíntica y kafkiana. Lleva preso once años y según él no le otorgan ningún derecho porque aún sigue indocumentado. Lin quedó solo en el mundo: preso en un país extraño para su cultura. Había escapado del encierro de la esclavitud, pero había caído en otro encierro: el peor de todos. Su vida cambió el día que la asistente social Marisa Laura Passaro lo visitó en 2009 en la Unidad Penal Número 34 de La Plata con una secretaria de ejecución para ver las condiciones de detención de los internos. “Le hicimos una pequeña entrevista, al igual que a los otros cuatro detenidos que estaban allí en ese momento. Luego de unos meses él empezó a llamarme. En fin, así empezó todo. Lo visité una sola vez mas como asistente social mostrando la chapa, entrando como funcionaria judicial. Y al final, en vista de que otra cosa pasaba, lo empecé a visitar como familiar”, recuerda Passaro.
Según los investigadores, Lin llegó a un supermercado chino de Villa Lynch, partido de San Martín, y pidió trabajo. Enseguida lo pusieron a atender la fiambrería. Esa noche lo invitaron a cenar y, según los testigos, sacó una pistola y mató al dueño de un balazo en el pecho. Luego habría pedido 20 mil dólares a la mujer del asesinado. Le dieron seis mil pesos.
El Tribunal Oral Criminal Número 5 de San Martín lo condenó a perpetua por “criminis causa”, es decir que mató para ocultar otro delito. En los años que lleva preso, Lin terminó la escuela secundaria, completó cursos laborales, participó en talleres de mimbrería y mosaico veneciano y en actividades culturales. Sus artesanías son vendidas por su novia en Facebook (Elfo artesanías).
Passaro da otra versión del hecho por el que fue condenado su novio. “Fue a robar con un arma a un comercio chino que le había dado trabajo unos días antes. En medio de la amenaza, la víctima se le tira encima y el disparo sale, dándole la muerte casi instantánea. Es lo que puedo decir, porque yo conozco otro Lin, un Lin laburante, que busca mejorar, hacer otra cosa, que penosamente paga su error y que nada lo libra de la culpa de haber matado a otra persona”.
La lucha de Lin es tener una identidad, lo que le permitiría acceder a los beneficios que de la misma ley penal se desprenden. Como no tiene documento, no puede estudiar una carrera universitaria, no se puede casar, no podría reconocer un hijo si lo tuviera, no puede obtener un trabajo legal tampoco. Aunque resulte absurdo, en el expediente Lin también figura como Ariel Antonio Toledo, una identidad falsa que, según presume la Justicia, Lin había conseguido para cometer sus fechorías.
“Es difícil que él pueda lograr algo socialmente aceptable si el mismo Estado que garantiza el derecho a punir las conductas indeseadas es el mismo que luego de un modo enfermizo olvida, obstruye y niega la posibilidad de resolver legalmente los derechos que le corresponden. Aquí es donde aparece la paradoja, en donde aparece la coexistencia ilógica de situaciones, donde hay un discurso que se presenta como verdadero pero que absorbe su propia incongruencia. Si la condena son los años de encierro, ¿por qué la pena se extiende a las victimizaciones secundarias como las de anular la organización de la vida, la planificación pacífica, el deseo de mejora, la posibilidad de redimirse?”, analiza Passaro.
Lin no sabe nada de sus familiares. Tuvo contacto con ellos hasta poco antes de la detención. Cuando quedó detenido no los llamó más y ahora su mujer busca retomar el contacto, pero los números de teléfono que recuerda Lin ya no sirven.
“En cumplimiento de la condena, el mismo Estado que aplica la pena, no resuelve su situación de indocumentado ni resuelve la acreditación de identidad. El mismo Estado que si lo ve para punirlo, no lo ve para lograr el remanido discurso la resocialización. No lo ve como sujeto de derechos. No sólo no lo ve, sino que a esta altura de la situación no reconoce que ese ente que condena es una persona y que en ella misma conviven derechos individuales, sociales, familiares, de asociación, laborales, educativos. El tribunal no ha respondido ni siquiera al pedido de su abogado para que tenga acceso a una terapeuta”, concluye su compañera.