| Los entretelones del caso Lázaro Báez

Exclusivo: adelanto de «Juicio a la Justicia», el libro del fiscal Campagnoli

El respaldo que le brindó el Papa Francisco, cuándo se dio cuenta de que no lo podrían destituir, el regreso a la fiscalía de Saavedra, la pérdida de su equipo.

tapa campaJueves 17 de julio de 2014: la noche más esperada

18:45: “Peligro de gol”.

19:03: “Están diciendo que me levantaron la suspensión.

¿Sabés algo?”.

19:09: “Por ahora no es oficial, pero sí, suena fuerte

que le levantan la suspensión y queda sujeto a un nuevo

juicio de acá a octubre”.

19:10: “Urgente: Campagnoli restituido”.

Sabíamos que ese jueves iba a ser un día importante, aunque después de ocho meses de suspensión y de tantas audiencias, mi pronóstico era que no iba a pasar nada, que los jurados no se iban a poner de acuerdo y que todo iba a seguir así hasta que a fines de octubre venciera el plazo para juzgarme. Todo mi equipo, al que habían desarmado y dispersado en cinco oficinas, estaba haciendo vigilia en una pizzería del centro que no tenía Internet ni televisor. A las 18 horas ninguno sabía nada pero poco antes de las 19 ya circulaba en Twitter la información de que el jurado había levantado mi suspensión. Una periodista de La Nación, Paz Rodríguez Niell llamó para confirmar si era cierto que el jurado suplente Leonardo Miño se había integrado al tribunal y que por cuatro votos contra tres habían dejado sin efecto la suspensión. Ese llamado fue la primera noticia que tuvimos.

Llegué a casa a las 18:30. Mi hija Luisa, de catorce años, estaba tirada en el sillón y en cuanto me vio, me pasó el teléfono. Era otra de mis hijas, María, que estaba en la casa de mis suegros. “Están diciendo que te restituyeron”, me dijo. Yo quería saber quién lo decía y en ese momento Luisa me dijo que Ignacio Rodríguez Varela había escrito “Peligro de gol” en Twitter. Pensé que me estaba cargando. Luisa es capaz de hacerlo. Entonces le mandé un mail a Guido para ver si sabía algo, y me respondió enseguida que no era oficial pero parecía que sí. Encendimos el televisor, hicimos una recorrida rápida y pasamos por TN. Nelson Castro estaba hablando de otra cosa pero a los pocos segundos lo interrumpieron y apareció la placa: “Urgente: Campagnoli restituido”:

Al rato llegaron María y mis otras dos hijas, Dolores y Teresita. Estaban eufóricas: “¿Llamamos a la fiscalía? ¿Compramos vasos descartables? ¿Hacemos un asado?”. Yo no quería saber nada. No terminaba de caer.

Mi restitución llegó en un momento en el que ya no nos quedaban muchas fuerzas; mi equipo había sido disuelto, estábamos muy cansados, empezábamos a sufrir el desgaste de tantos meses de pelea. Pero todos se organizaron sin que yo supiera. De a poco fue llegando gente a mi casa, fueron a comprar comida, algo para tomar, llegó mi hermano, un amigo, después otro. Sin que yo hablase con nadie, en una hora se habían reunido en mi casa casi todas las personas con las que habíamos enfrentado esos meses tan duros de suspensión.

Creo que caí en la cuenta de lo que estaba pasando cuando Vito, mi hijo más chico, entró corriendo y me dio un abrazo. Nunca voy a olvidarme de su cara de alegría. Se reía, me miraba, me abrazaba y volvía a reírse. Para mí fue una síntesis de que mis hijos entendían muy bien todo lo que había pasado.

El jury

Durante esos seis meses, desde el primero hasta el último día de suspensión, dimos todas las peleas que teníamos que dar, pero la realidad es que fueron tiempos muy difíciles. El primer día del jury fue horrible.

Mis cinco hijos quisieron acompañarme. Se pusieron remeras con mi foto y estuvieron presentes conmigo durante una audiencia en la que no pude disimular mi enojo ni un momento.

El juicio siempre me había parecido una locura pero al principio pensé que iban a destituirme. Solo unas semanas antes de la primera audiencia, el 20 de mayo, empecé a moderar un poco esa idea, que terminé de desterrar en cuanto escuché a los testigos propuestos por los fiscales que me acusaban. Eran bochornosos. Ahí empecé a trner la convicción de que eso no podía prosperar. A mediados de junio, en la segunda o tercera audiencia, pasó algo que interpreté como una señal favorable: a pesar de que no tenían la obligación, se acercaron a saludarme todos los jurados excepto, por supuesto, Daniel Adler (representante de la Procuradora) y Ernesto Kreplak (representante del Poder Ejecutivo), que siempre tuvieron una actitud muy cobarde conmigo durante el juicio.

Nunca me miraron a los ojos y jamás me saludaron. Ese día tuve la sensación de que los demás empezaban a ver que todo eso era una locura. Incluso hubo votaciones intermedias porque la fiscalía quiso agregar testigos y ampliar la acusación durante el juicio, y hasta los jurados que habían votado a favor de mi suspensión dijeron que no se podía. Todo era muy tramposo y empezamos a notar que el juicio no se sostenía.

En medio de esas audiencias, el 18 de junio se hizo una marcha en mi apoyo en la que se reunieron miles de personas. Ese día yo estaba solo en mi casa y, a pesar de la situación en la que me encontraba, me sentí un hombre muy afortunado.

El día previo a que María Cristina Martínez Córdoba, representante de la Defensoría General, pidiera licencia sorpresivamente, estábamos convencidos de que íbamos a ganar y de que si eso no pasaba, iba a ser un escándalo.

Cuando Martínez Córdoba renunció el 2 de julio y el proceso quedó paralizado, ya estaba en curso una campaña muy fuerte en mi contra en los medios oficiales. Pero lo cierto es que hubo dos elementos centrales por los que el jury no podía prosperar. Por un lado, la declaración del fiscal del caso Báez en el fuero federal, Guillermo Marijuán, que era decisiva porque uno de los cargos era que yo había interferido en su investigación. La otra declaración clave fue la de la jueza María Gabriela Lanz, porque me acusaban de no tener competencia para hacer lo que hice. Marijuán dijo que mi investigación le había sido de gran utilidad y la jueza dijo que no solo yo era competente sino que ella había hecho lugar a mis pedidos de indagatoria citando a declarar al propio Lázaro Báez. Esos dos factores dejaban pocos elementos para sostener el juicio. Todo dependía de que me encontraran culpable de haberle faltado el respeto a la procuradora en un escrito en el que yo le pedía que reconsiderara su decisión de sacarme de la Fiscalía 10.ª, en la que estaba la causa que nos permitió reconstruir la ruta del dinero.

Lunes 21 de julio: la mañana del regreso a la fiscalía

Después de haber dado todas esas peleas, la noche de la restitución fue un alivio tremendo. No trazamos ningún plan, estábamos muy contentos y no pensamos en nada más. Recién al día siguiente empezamos a ver qué hacer. Mi primer objetivo era volver a sentarme en mi despacho después de ocho meses. Sabía que iba a haber un panorama adverso y que iba a llegar a una fiscalía muy distinta de la que había dejado en diciembre: mi equipo de investigación había sido diseminado, las placas con mi nombre habían sido retiradas, y todos nuestros lugares estaban ocupados por personas hostiles. En condiciones normales, un fiscal habría vuelto a su oficina y habría empezado a trabajar de nuevo. En mi caso no fue así.

El lunes a la mañana llegué solo a la fiscalía. No quise que nadie me acompañara porque no quería ir con ánimo revanchista. Habían sido unos meses de muchísimo esfuerzo y decidí volver a mi lugar con ánimo de no confrontar y de no pelearme con nadie, aunque sabía que iba a encontrarme con caras que yo no conocía y que no me conocían a mí. Mis placas y las de los secretarios de la fiscalía ya no estaban pero no dije nada. Entré, saludé a todos con mi mejor cara, fui hasta mi despacho y me paré frente a la puerta cerrada. Tuve que golpear la puerta de mi propia oficina porque desde febrero, y a pesar de que a mí no me habían echado, estaba ocupada por Claudia Katok, una de las dos fiscales designadas por la Procuración General para reemplazarme durante la suspensión. Entré y me senté del otro lado de mi escritorio, de frente a los diplomas y las fotos que Katok había puesto en lugar de mis cosas.

Pasé esa primera semana en la fiscalía tratando de recuperar a mi equipo. A fines de julio y principios de agosto devolvieron a sus puestos a todos los chicos de Saavedra aunque no a mis colaboradores de mayor rango como Rodríguez Varela, que me acompaña desde que soy fiscal. A pesar de que el Tribunal de Enjuiciamiento me restituyó como fiscal de Saavedra y titular de la SIPE, la Procuración decidió quitarme la titularidad de la unidad y con ese argumento nunca me restituyeron a ese equipo. Por eso, al principio la restitución me causó una doble sensación: por un lado estaba muy contento por haber logrado algo que unas semanas antes no habría imaginado; por otro, tenía un sabor amargo porque me sentía como un león enjaulado.

La realidad es que en la restitución del equipo nunca estuvo en juego la operatividad de la fiscalía sino el nivel de proactividad de nuestro trabajo. Con ese equipo que se armó entre 2007 y 2012 logramos ir al máximo en todos los casos que llevamos adelante, desde el lavado de dinero hasta el robo de una cartera, porque la posibilidad de preparar las causas complejas depende mucho de la confianza en la gente con la que trabaja un fiscal. Y en Saavedra siempre se trabajó mucho más que en cualquier otra oficina de Tribunales porque no tenemos un horario limitado de atención al público.

Somos una fiscalía las veinticuatro horas. Sé que mucha gente de la justicia no está de acuerdo con esa dinámica y probablemente por eso nunca entendieron por qué siempre reclamé tanto por mi equipo.

Desde el principio supimos que algo iba a pasar. Yo sabía que iba a ser un proceso difícil y que seguramente iba a ir a juicio político. Lo que nunca imaginé es que iba a tener tanto respaldo y la verdad es que habría sido muy distinto atravesar esta persecución en soledad que como finalmente la viví, con tanto apoyo de la gente en la calle, en la política, en los medios y en las redes sociales.

Recibí una cantidad innumerable de muestras cotidianas de cariño por parte de la gente que me ayudaron a sobrellevar esa situación y prepararme para mi juicio político. Desde personas que me paraban para darme un abrazo hasta mujeres que se ponían a llorar cuando me veían. Muchos me gritaban “¡fuerza!” desde los autos, o me tocaban bocina; otros me decían “gracias”.

A veces me llevaba muchos minutos caminar un par de cuadras por toda la gente que me paraba para darme una palabra de aliento o sacarse una foto. En algunas confiterías no me querían cobrar.

Entre tantas manifestaciones de afecto, recuerdo cosas que me sorprendieron mucho como cuatro policías arriba de un patrullero que pararon para saludarme o un peluquero de Núñez que me ofreció cortarme el pelo y la barba gratis de por vida. Más adelante, con el jury ya avanzado, un mendigo que me encontró en la calle me dijo “¡Campagnoli! ¡¿Zafamos?!” y me dio un abrazo; otra vez un limpiavidrios en un semáforo se me acercó a la ventanilla del auto y me dijo “Vos sos un rey. Te quisieron echar y no pudieron”.

En esos meses recibí cientos de estampitas, rosarios, medallitas, cartas y un sinnúmero de demostraciones que me hicieron muy bien. También tuve la oportunidad de conocer a gente sumamente interesante de los ámbitos más variados que me aportaron una mirada distinta y más de un buen consejo.

Incluso el Papa me mandó señales de apoyo a través de diferentes personas, como la legisladora Graciela Ocaña y el legislador porteño Gustavo Vera, de quien Francisco es muy amigo y a quien le dijo que me mandara fuerzas y que rezaba por mí. Nunca pensé en dar marcha atrás, pero con ese nivel respaldo jamás habría podido hacerlo.

Todo eso fue muy emocionante. Todavía no entiendo bien por qué la gente fue tan cariñosa y solidaria conmigo, pero hay una anécdota que siempre me llamó la atención. Tengo un auto viejo, un Peugeot 405 modelo 93. Es un auto que tiene más de veinte años, en el que han viajado mis cinco hijos durante toda su vida y está bastante destartalado. La verdad es que no soy muy cuidadoso con esas cosas, y menos con un auto tan viejo.

Un día, cuando estaba suspendido, fui al programa de Mirtha Legrand, me sacaron una foto al bajar del auto y alguien la subió a Twitter haciendo una comparación con los Audi que tienen los funcionarios de La Cámpora.

Eso me dio la pauta de que muchos saben que en todos esos meses tuve otras posibilidades y que podría haber tomado un camino más fácil, que podría haber tratado de salvarme, de arreglar, de jubilarme o de seguir de largo, y que, sin embargo, decidí seguir adelante con muy pocas oportunidades. Hoy creo que mucha gente valora haber encontrado un funcionario de carne y hueso, y por eso recibimos tanto apoyo cuando con mi equipo decidimos cruzar el desierto sin nada.

Quizá lo más incómodo haya sido que me atribuyeran segundas intenciones, como actuar con intereses políticos o simplemente por querer salir en los medios.

La verdad es que nosotros somos bastante simples en ese sentido: nos gusta el trabajo que hacemos y creemos que hay que hacer las cosas bien porque está bien, sin esperar nada a cambio. Soy fiscal porque me gusta el servicio público. Siento que en esa función soy útil a la sociedad, y quiero hacerlo de la mejor forma posible, sin especular, como debe ser. Podría haber decidido no investigar a Lázaro Báez, pero eso nunca se me pasó por la cabeza. Y no estuvo en duda porque la ley indica que un fiscal tiene que investigar y que es ilegal que no investigue, y si uno simplemente cumple con la ley, entonces no hay muchas opciones.

Aunque suene idealista y el mundo vaya hacia otro lado, yo nunca iría a menos. Muchas veces trabajamos durísimo para que, al final, nuestras investigaciones quedaran archivadas en un juzgado, y aunque sabemos que eso siempre es una posibilidad, hacemos lo mejor que podemos porque es lo que nos gusta hacer, es lo correcto y es por lo que nos pagan. Siempre recuerdo que Norberto Quantin dijo una vez que él había jurado defender la Constitución, y que no podía prometer el éxito pero sí el combate y las heridas. La realidad es que nunca, jamás, le sacamos el cuerpo a nada, y que pase lo que pase voy a soportar las heridas y voy a dar el combate, aunque no tenga éxito.