La temeraria propuesta de Daniel Scioli y Mauricio Macri de revisar «el rol que cumplen las Fuerzas Armadas en la lucha contra el narcotráfico» es otra señal de los cambios profundos que impulsan el oficialismo y sectores de la oposición sobre defensa, seguridad e inteligencia, que están regidas por las leyes 23.554, 24.059 y 25.520. A pesar de la desmentida del ministro Agustín Rossi, un referente como Scioli no hace semejante planteo sin el consentimiento del Gobierno, caracterizado por un relato legalista y una práctica violatoria de estas leyes. Los cambios propuestos nos retrotraen a la política de seguridad nacional de las dictaduras de los años 70. La separación explícita entre defensa nacional y seguridad interior ha sido una política de Estado iniciada por Alfonsín y continuada por Kirchner; ahora, bajo el disfraz de la doctrina de las «nuevas amenazas» surgida en Washington en los años 90, el Gobierno posibilita el rol militar en la lucha contra el narcotráfico, el terrorismo, las catástrofes naturales y probables estallidos sociales. La ilusión de que la intervención de las FF.AA. en este terreno es la solución está desmentida en Colombia y México, donde ha sido y sigue siendo ineficaz, con consecuencias catastróficas.
Luego de las protestas agropecuarias de 2008, el oficialismo inició un silencioso cambio apoyado en la inteligencia del Ejército, a cargo del general César Milani, quien introdujo a elementos militares en la seguridad interna, pese a que la ley de inteligencia 25.550 lo prohíbe: «Las cuestiones relativas a la política interna del país no podrán constituir en ningún caso hipótesis de trabajo de organismos de inteligencia militar». Asimismo, el Ejército participa en los operativos Escudo Norte y Fortín II, mientras se desplaza a Gendarmería y Prefectura a escenarios urbanos. Se hizo espionaje sobre referentes sociales con el Proyecto X, sancionaron la ley antiterrorista y el teniente coronel Sergio Berni fue nombrado en la Secretaría de Seguridad Interior. Por primera vez desde el retorno democrático, dos generales de inteligencia comandan fuerzas: Milani, al frente del Ejército, y Luis María Carena, en el Estado Mayor Conjunto. El caso de Milani es grave porque integró la estructura represiva del general Menéndez en La Rioja cuando se hacía el seguimiento -entre otros- del obispo Angelelli y de los sacerdotes Murias y Longueville, más tarde asesinados.
El debate sobre la actuación de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad se engarza con el verdadero problema, que es la absoluta ineficacia del sistema de seguridad y de inteligencia criminal ante el crecimiento del delito organizado, como el narcotráfico y la trata de personas. Para 2014, el sistema de inteligencia nacional tiene destinados más de 1600 millones de pesos; un incremento del 100% en cinco años. También crecieron las partidas para inteligencia del Ejército en un 348% entre 2007 y 2013. No existiendo hipótesis de conflicto externo: ¿a quién espía el Ejército? Este año, el Ministerio de Seguridad recibirá más de 37.000 millones de pesos, superando el total de lo recibido por el Poder Judicial, el Legislativo y cinco ministerios. Pese al supuesto alejamiento ideológico con Estados Unidos, se mantiene la cooperación de militares de ese país en la capacitación de fuerzas de seguridad y policiales, incluida la Metropolitana.
El sistema de seguridad e inteligencia nacional muestra su tremendo fracaso: ¿qué aportó en estos treinta años a la lucha contra el narcotráfico y la trata de personas? ¿Por qué no se actúa sobre las 1300 pistas clandestinas detectadas? ¿Cómo se explica que escapen tantos presos de las comisarías, fiscalías y penales? Todos tienen información: las policías Federal y provinciales, Gendarmería, los servicios de inteligencia, las autoridades nacionales y territoriales, sectores de la Justicia. Todos saben dónde están los «quioscos y cocinas» del paco, los desarmaderos de autos, las redes de trata de personas. Lo sabe muy bien Washington, que controla todas las comunicaciones globales y -aunque cueste creerlo- nuestros correos y movimientos. La Argentina hoy es un país narco y el puerto de Rosario, un importante exportador de drogas. ¿Por qué no se actúa? Porque los vínculos de complicidad son una tela de araña que entrelaza a las mafias con sectores de la seguridad, la Justicia y autoridades nacionales y territoriales. El mercado de la droga penetra y financia la política, los bancos y circuitos financieros con su giro anual de 700.000 millones de dólares.
Más allá de las internas del sistema de seguridad -como mostró el fusilamiento del agente «Lauchon»-, los servicios estuvieron vinculados con las peores causas delictivas desde la dictadura: la vejación al cadáver del general Perón, el encubrimiento de la voladura de la AMIA y de la Fábrica Militar de Río Tercero, el contrabando de armas a Ecuador y Croacia, el narcotráfico, las mafias extorsivas, la subordinación a los intereses de la CIA y sus aliados. ¿Quién audita las cuentas de los millonarios fondos reservados que manejan? ¿Quién los controla?
Los funcionarios temen sus operatorias de prensa o que les «tiren» una carpeta non sancta. La Comisión de Seguimiento del Congreso es un adorno en su vitrina.
Mientras tanto, la Argentina, en términos de defensa, es más vulnerable que nunca con el abandono de su territorio marítimo de más de tres millones de kilómetros cuadrados y sus puertos convertidos en fronteras privadas. La relación del PBI con la inversión en defensa es del 0,87%, la más baja del continente.
La política contra el narcotráfico exige el saneamiento y la reestructuración del sistema de seguridad e inteligencia y la rigurosa aplicación de las leyes vigentes. Necesitamos Fuerzas Armadas comprometidas con la democracia y la defensa nacional, pero también valoradas y sin salarios degradados, para ejercer plenamente su misión de proteger el territorio nacional.