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El derecho a la educación del siglo XXI

Por Andrés Gil Domínguez

El derecho a la educación, consagrado en las constituciones de los siglos XIX y primera mitad del XX, estuvo determinado por contenidos referidos a la potestad titularizada por las personas de poder acceder, en general, a la educación y ,en particular, a la educación básica o primaria. Las constituciones de la segunda mitad del siglo XX y los instrumentos internacionales sobre derechos humanos incluyeron dentro de sus contenidos el acceso a los niveles secundario y universitario.

El modelo que se enmarcó en la revolución industrial estuvo signado por una obligación de hacer, a cargo del Estado, determinada por una actividad de prestación basada en una política pública con un inicio (la escuela primaria extendida al nivel inicial) y un eventual final (la universidad).

Con dicho esquema, se garantizó plenamente el derecho a la educación en un contexto social y económico vinculado a un factor de multiplicación de la tecnología (esto es, el número de veces que una tecnología es capaz de mejorar la función o el objetivo que le fue asignado; como por ejemplo, los automóviles permiten pasar de nuestra velocidad al andar 6 km/h a 90 km/h lo cual significa un factor de multiplicación de 15 en cuanto 15×6= 90) que surcó a varias generaciones.

La revolución digital presenta un factor de multiplicación de la tecnología de la información del orden de un millón (mientras que el factor de multiplicación de la agricultura fue de 100 y el de la revolución industrial fue de 1000) que se ha desarrollado en tan solo setenta años.

La revolución industrial duró cien años, transcurriendo a través de cuatro generaciones, lo cual posibilitó que las generaciones sucesivas fueran cambiando su formación para adaptarse a los desafíos laborales y sociales del futuro. La cuarta revolución industrial motorizada por la inteligencia artificial implica el paso del conocimiento analógico al digital y se desarrollará quizás en una sola generación, produciendo un desafío imposible de determinar en este presente.

La cultura del siglo XX donde se insertó la educación estuvo dominada por un plano donde coexistían un conjunto de percepciones superficiales (a veces caóticas) que solamente podían ser superadas gracias a la intermediación de un profesor o un maestro, laico o religioso.

Era un camino de articulación complejo presentado como una pirámide invertida en cuya punta se obtenía el sentido auténtico de las cosas, y cuando allí se arribaba, se consideraba que habíamos adquirido el conocimiento o la experiencia.

Tal como lo expone Alessandro Baricco en el libro The Game , la revolución digital produjo una revolución cultural donde la pirámide se reubicó en su postura tradicional, puesto que las esencias afloran en la cúspide sobre la base de una experiencia transformada en “posexperiencia”, como una suerte de hija de la superficialidad (la cual se alcanza utilizando las herramientas que provee la insurrección digital) mientras que las complejidades se esconden en algún sitio.

Así está hecho el iPhone, Google, Amazon, Facebook, YouTube, Spotify y WhatsApp, desplegando una simplicidad donde la inmensa complejidad de la realidad emerge en la superficie dejando tras de sí cualquier lastre que haga más pesado el corazón esencial. Ante el desarrollo de la comunidad digital, las instituciones públicas y muy especialmente la escuela, no preparan ni tampoco entrenan las capacidades útiles para poder participar de este nuevo juego, lo cual genera una desproporcionada brecha (digital y de las otras) entre incluidos y excluidos.

¿Puede el derecho a la educación receptado en las constituciones y los instrumentos internacionales sobre derechos humanos seguir manteniendo la misma estructura analógica frente a la revolución digital? Indudablemente no. De hacerlo generaría un regresivo anacronismo en todos los ámbitos que encapsularía definitivamente a la enseñanza en el superado modelo analógico.

El derecho a la educación digital no puede estar limitado por niveles o segmentos educativos, sino que, la prestación del servicio educativo como política pública debe ser dinámica. En otras palabras, las necesidades de aprender demandan una enseñanza constante de cómo se maneja el mundo digital.

En este sentido, alfabetizar incluye dotar de capacidades para acceder al mercado laboral, poder desarrollar emprendimientos productivos, disfrutar de los beneficios de la disrupción tecnológica. Esto abarca por igual a las niñas, niños y adolescentes, como así también, a los adultos y a los adultos mayores. Ante dicha realidad el Estado como sujeto pasivo asume -en los términos expuestos por Bidart Campos- una obligación activamente universal que consiste en desarrollar políticas concretas mediante “un hacer frente a todos”.

El derecho a la educación del siglo XXI demanda con urgencia pasar del modelo analógico a un sistema digital, de forma tal, que permita optimizar las nuevas relaciones que el ser humano entabla a diario con la tecnología, y en consecuencia, con una emergente cultura de conectividad masiva y subjetividades dúctiles.

Andrés Gil Domínguez es profesor de Derecho Constitucional (UBA-UNLPam)

Fuente: Clarín

 


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