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Corte Suprema: más que un cambio de estilo

Por Roberto Gargarella*

Poco después de asumir su puesto como nuevo presidente de la Corte Suprema, el juez Carlos Rosenkrantz pronunció un discurso importante, que nos permite anticipar los rasgos distintivos de la etapa que se abre.

Muy resumidamente, el juez remarcó el valor de las reglas, y afirmó la idea conforme a la cual «sólo en casos excepcionales cabe declarar que una ley es inconstitucional». Subrayó un fuerte principio de self-restraint o deferencia al legislador.

Enfatizó el valor de la independencia e imparcialidad judiciales. Aclaró que el texto de la ley debía jugar un papel primordial en la interpretación del derecho, y que lo sostenido por dicho texto sólo podía ser “expandido o contraído conforme al modo en que la comunidad entendió las reglas a lo largo de la historia, y los cánones que creó a lo largo del tiempo”.

Como contracara, alegó que «no todo lo que nos gusta que suceda» (a los jueces) puede considerarse «válido o exigible» legalmente. Señaló, además, la contradicción que existe entre la “tendencia creciente a la judicialización de absolutamente todos los asuntos” y la crítica habitual que se realiza sobre la falta de legitimidad democrática de los jueces para resolver todos esos asuntos.

Son muchas las observaciones que conviene hacer, frente a la riqueza de su presentación. En primer lugar, señalaría que el debate acerca de si la Constitución requiere de jueces “activos” o “auto-limitados” resulta viejo y mal orientado, del mismo modo en que lo sería el debate acerca de si el reglamento del fútbol pide árbitros más o menos “intervencionistas”.

En partidos tranquilos o de fair play, esperamos que la presencia del árbitro ni se note (el resultado del partido debe depender sólo de lo que hagan los jugadores en la cancha) del mismo modo en que demandamos el protagonismo del árbitro cuando uno de los equipos se empeña en agredir al contrario, o busca “sacar de la cancha” indebidamente a los jugadores rivales.

Asimismo, en contextos como el nuestro, marcado por injusticias y desigualdades injustificadas, podemos considerar que las obligaciones del juez resultan mayores: para que el “partido” pueda jugarse se requieren precondiciones tales como que “la cancha no esté inclinada” a favor de uno de los equipos que juegan. En situaciones de injusta desigualdad, por lo demás, el principio de deferencia hacia el legislador resulta dudoso.

Primero, porque el legislador es corresponsable de las injusticias creadas y duraderas; y segundo, porque “aplicar las reglas”, en países con Constituciones “robustas” como la nuestra, demanda tomar en serio esas exigencias sociales incorporadas en la Constitución, en lugar de actuar como si no estuvieran escritas, o como si la tarea judicial se limitara al respeto de la división de poderes.

Alguien podría objetar lo anterior diciendo: “pero ocurre que, en democracia, no son los jueces, sino el Presidente y los legisladores, quienes deben definir el programa económico” (o “qué hacer con los derechos”). Este tipo de afirmaciones, sin embargo, encierran varios errores. Primero, porque el sistema de “frenos y contrapesos” no rechaza sino que exige la “mutua corrección” entre los poderes (entonces, que el juez “interfiera” con lo decidido por los legisladores no resulta una afrenta a la división de poderes sino, dependiendo del caso, una exigencia constitucional).

Segundo, porque los programas políticos resultan constitucionalmente irreprochables sólo en la medida en que no conlleven la violación seria de derechos fundamentales (un programa de “ajuste económico” que implique, en la práctica, socavar derechos como los de salud, vivienda o trabajo, debe verse como constitucionalmente “sospechoso”, por más que se proponga “ajustar mucho ahora, para tener menos pobreza en el futuro”).

Tercero, porque las formas que puede asumir la “intervención” judicial son diversas: algunos de tales modos resultan democráticamente inaceptables (i.e., el Poder Judicial que le “ordena” a la política seguir un cierto plan económico), mientras que otros modos -más “dialógicos”- pueden resultar impecables o directamente necesarios en términos democráticos (el Poder Judicial, por caso, puede marcarle a la política los límites que no puede atravesar; inducir al gobierno a actuar cuando su “omisión” de actuar genere violaciones masivas de derechos; obligarle a justificar sus decisiones, cuando ellas aparezcan como “presuntivamente inconstitucionales”).

Finalmente, la “teoría interpretativa” ofrecida por Rosenkrantz también resulta muy controvertible. Aunque se nos presenta diciendo que sólo pretende “aplicar el texto” legal, antes que interpretarlo, cada paso que sugiere implica, en los hechos, “interpretaciones” muy cuestionables. Por ejemplo, decir que el texto sólo puede “expandirse o contraerse” conforme a la historia y prácticas comunitarias, es decir nada y todo al mismo tiempo. Porque: qué dice la historia argentina frente a los “recortes jubilatorios”; o la relación Iglesia y Estado; o el juicio a los genocidas?

A lo largo de nuestra historia, hemos dicho y hecho, enfáticamente, una cosa y la contraria, reiteradas veces (i.e., sí a los juicios a los militares, no a los juicios, impunidad, leyes de perdón, anulación de las leyes de perdón, vuelta a los juicios). Con lo cual, el juez que nos dice “aplico el texto, y si no, me ato a la historia,” se autoriza a sí mismo, en los hechos, para decir lo que quiere, bajo la excusa de “no estar aplicando sus propias ideas, sino obedeciendo a la práctica comunitaria.”Contamos hoy, en definitiva, con los esbozos de una “teoría sobre el control judicial” interesante y renovada –lo cual debe agradecerse- pero también con una teoría que promete problemas, que debemos prepararnos para examinar críticamente.

Roberto Gargarella es profesor de Derecho Constitucional (UBA y Universidad Torcuato Di Tella).

Fuente: Clarin