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Corrupción imprescriptible: episodio II

Por Natalia Volosin

Hace pocos días, la Sala II de la Cámara Federal de La Plata resolvió el caso “Miralles”, en el cual por primera vez en la historia jurídica de nuestro país se declaró la imprescriptibilidad de los delitos contra la administración pública (corrupción). El voto del juez Leopoldo Schiffrin, al que en parte adhirió la jueza Olga Ángela Calitri para conformar la mayoría, citó en apoyo de su decisión una columna que publiqué aquí en noviembre de 2015, en la que reflexioné sobre la propuesta de algunos sectores políticos -en el marco de las elecciones presidenciales- de establecer por ley dicha imprescriptibilidad.

La decisión de la Cámara generó interesantes discusiones en la opinión pública y en la academia: el rol de las convenciones internacionales; las críticas de que la imprescriptibilidad viola el derecho a ser juzgado en un plazo razonable o que es un incentivo negativo para la agilidad de los procesos; los límites de la reforma que en 1999 dispuso la suspensión de la prescripción mientras cualquiera de los imputados esté en ejercicio de un cargo público; los datos empíricos recolectados en materia de prescripción de casos de corrupción; las comparaciones con los crímenes de lesa humanidad; la necesariedad e insuficiencia de la imprescriptibilidad ante un proceso penal obsoleto y una justicia cómplice, etc. Abordé estos temas en la columna citada, por lo que a ella me remito. En las líneas que siguen, en cambio, destaco los principales aspectos positivos y negativos de un fallo que, más allá de la profunda emoción personal, debe ser analizado con objetividad.

Para empezar, consideremos los hechos. En la causa, iniciada en 2003, se investigaba al ex juez federal de La Plata, Julio César Miralles (fallecido), sospechado de actuar junto a dos abogados y un médico para resolver favorablemente amparos para retirar fondos retenidos en el “corralito financiero”. La maniobra importaba el uso de certificados médicos falsos para fundamentar la urgencia del pedido, la selección irregular del juzgado de Miralles y el dictado expedito del fallo a favor del amparista, a cambio de un honorario del 40% de lo recuperado, de lo cual se denunció que el 20% correspondía al soborno que, se sospecha, se le pagaba al magistrado.

Si bien Miralles falleció, la causa siguió contra los abogados y el médico, que en 2004 fueron llamados a prestar declaración indagatoria. No obstante, ese acto procesal inicial nunca pudo llevarse a cabo debido a que: (a) los imputados interpusieron recursos solicitando la prescripción de la acción penal, lo que derivó en el fallo bajo análisis; y (b) el fiscal de primera instancia está siendo investigado por haber fragmentado la causa (imputando a los abogados y el médico por delitos menores), dilatarla, no apelar, etc. Además, según indica el juez César Álvarez, la causa estuvo en condiciones de ser resuelta por la Cámara Federal desde 2007. De confirmarse, ello implicaría que el mismo tribunal que declaró imprescriptible la corrupción demoró 9 años en dictar sentencia en una causa de corrupción.

Pasemos ahora a los fundamentos. El juez Schiffrin considera el argumento de que la corrupción es un delito de lesa humanidad, pero lo rechaza en consonancia con mi posición. No obstante, luego sostiene, en parte sobre la base del núcleo de mi planteo en favor de la imprescriptibilidad (dirigido a otra cuestión), que existe un “sistema regional de persecución e imprescriptibilidad” entre los países que firmaron las convenciones regionales e internacionalescontra la corrupción. Este punto es equivocado. Como indiqué en aquella columna, ni la Convención Interamericana Contra la Corrupción ni la Convención de las Naciones Unidas Contra la Corrupción obligan a los Estados suscriptores a establecer la imprescriptibilidad.

Por lo demás, mi postura favorable a la imprescriptibilidad era significativamente más limitada, por dos motivos. Primero, porque como bien lo señala el magistrado, era un argumento “de lege ferenda”, no “de lege lata”: se trata de lo que creo que el derecho debería establecer, no de lo que ya establece (ni en convenciones internacionales ni en la CN). Segundo, pues el tratamiento especial que en mi visión ameritan estos hechos -y que cita el juez Schiffrin- no se vincula con su gravedad, sino con que,al igual que los delitos de lesa humanidad, la trata de personas y los delitos contra la integridad sexual cuando la víctima fuere menor de edad (también imprescriptibles),tienen características particulares que dificultan o impiden instar la acción penal en los plazos legales comunes.

Pero el voto de Schiffrin no se funda en esa lectura de las convenciones, sino en una interpretación amplia del art. 36 de la Constitución Nacional (en adelante CN). El juez extiende la imprescriptibilidad que la norma sí dispone respecto de las acciones contra quienes usurpen funciones de las autoridades constitucionales como consecuencia de actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático (párrafo 3°), a los graves delitos dolosos contra el Estado que conlleven enriquecimiento, a los que la CN considera atentados contra el orden democrático, pero para los que no prevé la imprescriptibilidad (párrafo 5°). Además, sostiene que la imprescriptibilidad no se aplica a todos los hechos de corrupción, sino sólo a los de carácter grave, umbral que sugiere determinar de acuerdo al monto de la pena y a los factores que identifico en mi columna de 2015.

Al respecto, dos consideraciones. Primero, la norma constitucional, incorporada en la reforma de 1994, no es todo lo clara que quisiéramos, incluso en un texto necesariamente vago, por lo que parece haber un resquicio para debatir en uno u otro sentido. Por un lado, es evidente que la CN entiende que este tipo de hechos atentan contra el sistema democrático, al igual que los previstos en el párrafo 3° del art. 36. Sin embargo, no les extiende en forma expresa la imprescriptibilidad. Aun si la lógica determinara que la imprescriptibilidad prevista para la usurpación de funciones debe aplicarse también a los actos de fuerza contra el orden institucional (párrafo 1°), de los cuales la usurpación sólo es una consecuencia, ello no quiere decir que también sea lógicamente aplicable a todos los demás hechos que atenten contra el sistema democrático. Segundo, si algo caracteriza a los criterios que mencioné en 2015 es, justamente, que no se vinculan con la gravedad de los hechos, sino con la dificultad para impulsar la acción penal que permita investigarlos.

Aunque se expidió última, por razones de claridad deberíamos ahora considerar el voto de la jueza Calitri, quien a los argumentos de Schiffrin le agregó dos más: (a) que la corrupción es una grave violación de derechos humanos, por lo que, siguiendo jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el Estado argentino no podría oponer disposiciones de su derecho interno (como las reglas de prescripción) que impidan su investigación o sanción; y (b) que la corrupción “podría llegar a ser considerada” un crimen de lesa humanidad y, por tanto, sería imprescriptible (el argumento que el juez Schiffrin acertadamente rechaza). Como sostuve ya en aquella columna de 2015, creo que ambos argumentos son jurídicamente equivocados, pero además erran desde lo pragmático, pues no contribuyen a atacar el problema de la corrupción y, en cambio, expulsan a potenciales aliados.

La corrupción no es, per se, una violación de derechos humanos, sino que puede implicar (no siempre) violaciones directas o indirectas a derechos humanos. Además, la corrupción estructural es selectiva, pues afecta en forma desproporcionada a grupos vulnerables. En el caso del “Plan Qunita”, por caso, se investigan presuntas maniobras de corrupción que impactaron de forma directa en los derechos económicos y sociales de un grupo especialmente desaventajado de nuestra sociedad. Para quienes procuramos exhibir el crucial vínculo entre corrupción y derechos humanos y buscamos unir esfuerzos entre ambas agendas para pensar, por caso, estrategias de litigio estructural que permitan atacar la corrupción desde el punto de vista preventivo y sistémico, no es una buena idea alejar al discurso de derechos humanos manipulando su lenguaje y sus conceptos.

Algo similar ocurre con el planteo de la corrupción como crimen de lesa humanidad: es un despropósito desde cualquier lectura más o menos razonable del art. 7 del Estatuto de Roma, incluyendo una que no conciba la enumeración de la norma como taxativa, pues aun la corrupción estructural está lejos de constituir un ataque generalizado o sistemático contra una población civil. Pero, además, el uso trivial de conceptos tan caros a la construcción de la práctica constitucional argentina termina expulsando potenciales aliados de la aun incipiente lucha contra la corrupción en nuestro país.

Finalmente, consideremos el voto del juez Álvarez, quien se pronunció en contra de la prescripción, pero sin declarar la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción. El voto es una buena muestra del modo en que, a mi entender, deben resolver los jueces en general: a favor de la “mejor” solución del caso (aquí la no impunidad), pero por la vía más sencilla o minimalista. En “Miralles”, esta posición ética normativa implicaba que, antes de analizar si la mejor interpretación del derecho argentino establece la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción, había que preguntarse si la acción estaba o no efectivamente prescripta en el caso concreto. Esto es lo que hizo Álvarez, determinando que no hacía falta avanzar hacia una posición maximalista (declarar imprescriptibles los delitos de corrupción desde una interpretación dudosa en lo jurídico y, en el caso de la jueza Calitri, peligrosa en lo pragmático) cuando, en rigor, era posible aplicar el derecho vigente para encontrar que la acción aún no había prescripto.

Para así decidir, Álvarez entendió -al igual que Schiffrin- que, a diferencia de la fragmentación que había sostenido el (investigado) fiscal de primera instancia, las conductas de los abogados y el médico no podían comprenderse sino en el marco de la imputación del fallecido juez Miralles, pues se trataba de una sola maniobra. En consecuencia, los hechos que hasta entonces habían sido calificados como delitos menores (falsificación de documento y estafa procesal) que prevén penas bajas y, por tanto, prescriben antes, debían en cambio ser calificados como un delito grave (tráfico de influencias agravado), cuya pena y plazo de prescripción son mayores.

Además, el juez consideró aplicable la regla por la cual se suspende la prescripción mientras cualquiera de los imputados esté desempeñando un cargo público. Si bien Miralles había fallecido, el análisis integral de la maniobra podía implicar a otros funcionarios que aún permanezcan en el cargo. Álvarez resalta que los abogados no sólo elegían el juzgado en el que litigaban los amparos, sino también la secretaría, a lo que agrega la investigación de la conducta del fiscal de primera instancia. El juez entiende que, más allá del rol de Miralles, los otros imputados contaron con la participación imprescindible de otros funcionarios judiciales para cometer los delitos investigados y que, además, se beneficiaron del aparato estatal para asegurar su impunidad. En consecuencia, interpreta la regla de suspensión en forma amplia y dispone contar el plazo de prescripción desde que se identifique a otros posibles imputados y, si se tratase de funcionarios, desde la fecha de cese en sus cargos.

Sin perjuicio de la cita con que me honra el juez Schiffrin, rescato el voto del juez Álvarez, menos polémico e igual de ambicioso en su resultado para el caso concreto. Esto último no es menor pues, en definitiva, no es otro el efecto de la decisión en la que concurren Schiffrin y Calitri. Dado que la Argentina no tiene un sistema de respeto a la regla del precedente (stare decisis) como, por caso, Estados Unidos, las decisiones judiciales sólo tienen efectos para el caso concreto. No obstante, ello no quiere decir que “Miralles” no tendrá ningún efecto más allá del caso. En el ámbito judicial, extenderá sus efectos a otros casos similares que recaigan en la misma sala de la Cámara o incluso en juzgados inferiores. Además, si algún caso avanza hacia instancias superiores, podría terminar en una decisión de la Corte, que tiene dicho que existe una obligación “moral” de seguir sus fallos por parte de los jueces inferiores, aunque ello no siempre ocurre. Por otra parte, la historia indica que “Miralles” sí podría tener un impacto significativo en el Congreso, al que por mandato democrático le corresponde hacer que el derecho diga aquello que creemos que debe decir: basta de impunidad.

Fuente: Bastión Digital.


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