Casi todas las epopeyas emprendidas por el procurador interino del Ministerio Público, Eduardo Casal, suelen tener un detalle particularmente sórdido.
Tal es el caso del sumario que le impuso a la fiscal Gabriela Boquín por supuestos malos tratos al personal a su cargo. Ya se sabe que esta medida no es ajena al hostigamiento que ella padece desde 2017, cuando frenó el acuerdo para licuar la deuda de la familia Macri con el Estado por el Correo Argentino. Lo notable es que en este último sablazo la denunciante sea una empleada que en realidad entregaba documentación en trámite –los avances del expediente en cuestión– al diputado de Juntos por el Cambio y miembro del Consejo de la Magistratura, Pablo Tonelli, vinculado al vaciamiento de la empresa por haber hecho retiros millonarios. Alta traición en la propia fiscalía.
No le va a la zaga su manto protector al fiscal federal Carlos Stornelli, a quien mantiene en el cargo pese a su procesamiento –junto al espía polimorfo Marcelo D’Alessio– por integrar una red de espionaje y armado de causas con fines persecutorios o extorsivos a empresarios y ex funcionarios kirchneristas. Lo notable es que dicha trama dejó al descubierto la enceguecedora celopatía de este sujeto con mirada perruna y sobrepeso, ya que también usaba recursos paraestatales con el propósito de fisgonear al ex marido de su esposa, incluso con la idea de plantarle droga. Un thriller psiquiátrico.
Nadie entonces imaginó que aquel hombre tendría otra virtud: perdurar hasta el presente. Casal, por cierto, dio todos los pasos para lograrlo.
Lo cierto es que él ya arrastraba una historia singular.
En los pasillos de la Procuración todavía se lo recuerda por haber sido el “garrote” de Ángel Agüero Iturbe, quien supo comandar dicho lugar durante la presidencia de Carlos Menem, con quien compartía un estudio jurídico en La Rioja. Aquel hombre, muy cuestionado por diversas trapisondas, fue sucedido por otro menemista de fuste, Mariano Cavagna Martínez, al que Casal también sirvió con abnegación. Se puede decir que allí él ya era parte del mobiliario. Y un amanuense de lujo para las peores causas. Por caso, haber favorecido a represores requeridos durante la década del noventa en Italia al escamotear las notificaciones de los juicios por crímenes de lesa humanidad expedidas por magistrados de Roma. Así obtuvieron el dulce beneficio de ser condenados “en rebeldía”. La salida de Gils Carbó fue un premio para él.
Ni bien fue entronizado, desplazó al fiscal Félix Crous (el actual titular de la Oficina Anticorrupción) de la Procuvin (Procuración contra la Violencia Institucional), desde la cual irritó al gobierno a raíz de su actuación en el caso de Santiago Maldonado.
Y meses después, cuando Mauricio Macri anunció la postulación de la doctora Inés Weinberg de Roca, él intensificó sus méritos.
Primero desplazó a Juan Pedro Zoni de la fiscalía federal que tramita la causa penal por el Correo, que lo tiene al propio Macri como imputado. Luego ordenó a la obediente fiscal Laura Monti un dictamen favorable a la pretensión de la cadena Farmacity –fundada por el entonces vicejefe de Gabinete, Mario Quintana– de operar en la provincia de Buenos Aires. A continuación bendijo el procesamiento dispuesto por el juez Claudio Bonadio contra el fiscal Carlos Gonella, ex titular de la Procuraduría de Criminalidad Económica y Lavado de Activos (Procelac), por difundir información sobre un expediente penal que involucraba a la jueza oficialista María Lanz.
Por aquellos días, en medio de las calamidades políticas, económicas y delictivas del gobierno de Macri, pasó inadvertida la creación de la Secretaría de Análisis Integral del Terrorismo Internacional (SAIT). Una lástima, porque se trataba de su iniciativa más preciada. Su texto resolutivo la describía como una herramienta indispensable para “abordar de manera integral el extremismo violento, entendido como conducto hacia el terrorismo internacional, ya que ambos fenómenos socavan la paz y la seguridad internacional”. Una temática forzada: desde 1994, no hay en los tribunales locales causas por terrorismo. Sin embargo, el asunto fue parte del denodado empeño de Casal por parecer más “amarillo” que el sol para así conservar el cargo en forma permanente o, al menos, ser recompensado con otro nombramiento no menos venturoso.
Típico exponente de la derecha judicial, Casal aún mantiene una “mesa chica” genéticamente impoluta. Su mano derecha es el secretario letrado Juan Manuel Olima Espel, ahora a cargo de la Coordinación Institucional. Se trata del hijo pródigo de Juan Carlos Olima, el vicecanciller menemista procesado por el contrabando de armas a Ecuador y Croacia. Por su parte, el doctor Juan Manuel Casanovas fue puesto en la Secretaría Disciplinaria y Técnica. Se trata del vástago de Jorge Casanovas, el hombre que puso Carlos Ruckauf al frente del Ministerio de Justicia bonaerense, cuya ideología lo situaba a la diestra de Atila. En la oficina de prensa tuvo el gesto de ubicar a un pariente de su amigo, el recientemente fallecido doctor Roberto Durreu, secretario de Justicia durante la presidencia de Jorge Rafael Videla. Y para prolongar aquella suerte de heráldica, designó como fiscal general de la Cámara porteña al doctor José Luis Agüero Iturbe, hijo de su antiguo jefe, en reemplazo de Germán Moldes.
Un dream team para alguien que anhela dejar su huella en la historia, aun a riesgo de ser como un soldado japonés que sigue peleando en la selva filipina sin saber que su ejército ya perdió la guerra.
Fuente: Tiempo Argentino