Por Rodolfo Palacios.
No son los linchamientos que los medios tomaron como una moda: un carterista o motochorro es perseguido por una horda de personas y terminan con la cara desfigurada después de una paliza. Hay otros linchamientos que no se mediatizan, que ocurren en las sombras, o detrás de las rejas. Los crímenes en las cárceles argentinas existieron siempre. Muchos de esos asesinatos son disfrazados de suicidios. También hubo casos en los que hubo presos que fueron obligados por los guardiacárceles a matar o golpear a sus compañeros. Si no lo hacen, pueden sufrir represalias.
Uno de los últimos casos ocurrió en la Unidad Penal Número 5 de Mercedes, del Servicio Penitenciario Bonaerense. Allí, según una denuncia hecha en la Fiscalía Número 3 de esa localidad, los presos eran apretados por un jefe penitenciario para que lastimen o maten a algunos de sus compañeros. “Si te gusta cortarte, acá te doy un bisturí para que te cortes todo”. “Reparamos el camión si le rompés la panza a éste”. Esas fueron dos de las frases que pronunció el agente penitenciario según relataron los presos. De la inspección realizada por el Comité contra la Tortura surgieron 115 acciones judiciales urgentes, y un habeas corpus colectivo. Los custodios llegaron incluso a plantear a un detenido que lastime a otro a cambio de evitar un traslado a penales más lejanos.
“Existe una modalidad de delegación de la violencia. Es decir, para no mancharse las manos, el Servicio Penitenciario exige a algunos internos que lastimen o maten a otros. Ha ocurrido, por ejemplo, algo terrible. Un interno fue obligado a herir a otro. Para que lo hiciera, lo pusieron en la misma celda”, dice a CyR Alicia Romero, directora de Inspecciones del Comité contra la Tortura de la Comisión por la Memoria.
De acuerdo con el informe de la Coordinadora contra la represión policial e institucional (Correpi), en 2013 hubo 4011 homicidios cometidos por personal policial y penitenciario. El 39% de los casos ocurrieron en cárceles y comisarías.
“En los casos que no pueden aparecer como suicidios porque no lo pueden disimular, el que paga los platos rotos es el preso al que le exigen que mate a su compañero”, dice una fuente judicial. Hubo detenidos que se vieron obligados a entrar en esa mafia penitenciaria porque, según ellos, si no lo hacían sus vidas y las de sus familiares corrían peligro.
Juan Moreno y Cristian Pereyra murieron “suicidados” en diciembre de 2013 en la cárcel de Rawson, allí donde, se dice, los guardias acostumbraban a rociar los teléfonos con gas pimienta. “¡Morite!”, le gritó un guardia mientras Moreno se prendía fuego y pedía ayuda para salir de su celda.
En la cárcel de mujeres de Ezeiza, dependiente del Servicio Penitenciario Federal, el año pasado murieron dos mujeres. Una de ellas, que estaba por salir en libertad, fue encontrada ahorcada y degollada. Una extraña forma de “suicidio”. “Siempre los asesinatos se hacen pasar por suicidios”, declararon sus compañeras. Como dicen en Correpi, “los inverosímiles suicidios por ahorcamiento o incendios en cárceles”.
Como escribió irónicamente Rodolfo Walsh, “la melancolía que inspiran las altas paredes de una celda fomenta negras ideas en los jóvenes débiles de espíritu, los ebrios, los chilenos carteristas y, en general, la gente sin familia que pueda reclamar por ella”.
En 1906, el jurista Eusebio Gómez, coautor junto a Jorge Coll de un proyecto de código penal, escribió algo que no perdió vigencia: “Si algún joven llega, es bien pronto víctima de los instintos sexuales de los depravados y de los tenebrosos que le solicitarán dinero u objetos a cambio de su seguridad. Estos malandras proceden, en muchísimos casos, con la complicidad de los guardianes”.
A 108 años de ese escrito, las cosas no han cambiado. Los guardias miran para otro lado, además de negocios turbios, le ponen precio a la vida de algunos presos. No se manchan las manos. Eso lo hacen otros.