| Columnistas

La seguridad, deuda grave del Estado

Por Alberto Iribarne

La inseguridad afecta a todos los sectores sociales. En especial a los más humildes, que son los que más usan el espacio público, quienes más tiempo están en transportes o lugares públicos y no tienen seguridad privada. También son los que más sufren las carencias de la educación y la salud públicas. Las clases media y alta pueden evitarlas y no mandar a sus hijos a la escuela pública o no usar el hospital, pero de la seguridad pública no pueden prescindir totalmente. Ésta es una de las razones, no la única, por las cuales este problema tiene mayor visibilidad que los otros.

Frente al delito, son comprensibles las reacciones de los familiares de las víctimas. Una descarga emotiva frecuente es el «hay que matarlos a todos». Pero las soluciones no pasan por la justicia por mano propia o por la utilización de violencia ilegal de parte de la policía o las fuerzas de seguridad. La seguridad pública sólo se puede conseguir mediante acciones racionales, sistemáticas y sostenidas en el tiempo.

Enfrentar la inseguridad requiere reconocer el vínculo entre la seguridad y el contexto económico y social. Es una verdad de Perogrullo, pero son distintas las características del delito en Suiza que en Brasil. La desigualdad en la distribución del ingreso, la pobreza extrema, la deserción escolar, la marginación social, la ostentación, el ligar el éxito al consumo de bienes a los que no puede acceder más de la mitad de la población, todo eso incide de modo directo en el incremento del delito, fundamentalmente contra la propiedad, que a menudo se extiende a la agresión contra la integridad o la vida de las víctimas.

Es injusto y erróneo suponer que la pobreza lleva automáticamente al delito, que todos los pobres son delincuentes potenciales. La gran mayoría sufre privaciones injustas y a veces extremas y no sale a robar. Trata de ganarse la vida con trabajos duros, inestables, mal remunerados, sin protección de la seguridad social.

No es menos cierto que en esas situaciones algunos se sentirán tentados por la alternativa delictiva. Muchas veces no como autores, pero dando protección a los delincuentes, como cómplices o encubridores.

Las personas que están en la marginalidad, que carecen de lo más elemental -sobre todo los jóvenes- a veces no entienden por qué deben respetar las normas de una sociedad que sienten que los excluye. Muchos no respetan su propia vida y por lo tanto es difícil que respeten la vida de los demás.

A la larga, lo más eficaz para contener el delito son las políticas sociales directas de educación, de salud, de empleo, de promoción de la igualdad de oportunidades. Pero también es erróneo plantear las políticas sociales como meras herramientas en la lucha contra la inseguridad. La justicia social es un fin en sí mismo. El Estado tiene como misión corregir desigualdades y asegurar que todo ciudadano pueda participar de los bienes indispensables para una vida digna.

De este planteo algunos extraen conclusiones equivocadas, como creer y proclamar que nada puede hacerse para garantizar seguridad a nuestros compatriotas hasta que no se corrijan los problemas económicos y sociales. Esto es falaz y conduce necesariamente a la inacción.

No hay excusas para que el Estado no asuma su función indelegable de garantizar seguridad a los ciudadanos.

Al mismo tiempo que se ejecutan las políticas sociales, entre las cuales hay una muy importante que es la de la lucha contra las adicciones, deben llevarse a cabo políticas específicas en materia de seguridad.

Pero la comprensión del fenómeno de la inseguridad no es completa si sólo se miran los delitos en los que hay violencia física. Aunque es cierto que ésos son los delitos que más impactan en la gente.

Hay delitos «de guante blanco» en los que no hay violencia física, como el enriquecimiento ilícito y todas las formas de corrupción, el contrabando en gran escala, el lavado de dinero, la evasión fiscal.

Estos delitos atentan contra la economía y la producción, contra el trabajo nacional, a veces contra la salud, destruyen puestos de trabajo, van en contra de la industria y el comercio honestos. Sustraen, además, recursos que el Estado podría invertir en educación, salud, acción social. Pero lo más grave es que la impunidad de estos delitos contribuye a generar una atmósfera social propicia para el incremento de los delitos violentos. Sus autores también son responsables de la inseguridad. Por eso deben ser perseguidos, descubiertos y condenados con el máximo rigor de la ley.

Las acciones específicas en materia de seguridad refieren a dos momentos. Antes de que el delito se produzca, la prevención. Después de que el delito se ha producido, la persecución. La eficacia de las acciones preventivas es clave. A título de ejemplo, la mayor iluminación, la instalación de cámaras de seguridad, el patrullaje policial, el rediseño arquitectónico de espacios públicos, hacer más seguros los bancos, el control de desarmaderos y de locales de venta de autopartes. Si los delitos no se producen o se reducen, tendremos mayor seguridad.

La otra faceta, la de la persecución, es crucial. Porque el mayor incentivo para la delincuencia es la impunidad.

De los delitos cometidos se denuncia un porcentaje reducido; de esas denuncias, sólo un porcentaje muy pequeño llega a sentencia, y al final las penas impuestas se cumplen parcialmente. Resultado: una enorme impunidad.

La responsabilidad de garantizar la seguridad pública debe ser compartida por el Estado nacional, las provincias y la ciudad de Buenos Aires, cada una con sus tres poderes, Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Y también tienen su espacio los municipios, que debe ser ampliado con la creación de las policías municipales.

Como el delito no se detiene en las fronteras, enfrentarlo debe ser un esfuerzo conjunto de las distintas jurisdicciones.

La política de seguridad integral debe operar en un sistema compuesto por cinco pilares: la legislación penal, procesal y de fondo; las policías y fuerzas de seguridad; los jueces y fiscales; los servicios penitenciarios y las instituciones pospenitenciarias.

Las reformas de estos elementos deben hacerse armónicamente, de forma integrada, para dirigirlas a una misma finalidad.

De nada sirve tener la legislación más moderna si no tenemos una policía capaz de investigar o está penetrada por la corrupción, o un Poder Judicial que no funciona o lo hace con excesiva lentitud, o un sistema penitenciario que no tiene capacidad para alojar presos y no cumple con su objetivo de resocialización, o si no se asignan recursos a las instituciones de control de las medidas alternativas a la pena de prisión, de las salidas transitorias y de la libertad condicional.

Operar con eficacia sobre la realidad exige además que exista un sistema de estadísticas confiables, con acceso al público, que transparente las políticas de seguridad. Además de las cifras oficiales que surgen de las fuerzas policiales y de seguridad, de los organismos judiciales y del Ministerio Público, se deben realizar encuestas de victimización para que las estadísticas nos muestren la realidad como es, más allá de la documentación jurídica formal.

Sin duda, el hecho de que en 2015 vayamos a tener un gobierno de distinto signo al actual alienta la posibilidad de plantear para entonces una verdadera política nacional de seguridad, consensuada por la mayoría de las fuerzas políticas, y que se mantenga en el tiempo, cualquiera que sea el gobierno o el ministro del área.

Su eficacia se medirá por los resultados: la disminución del delito y, consecuentemente, la baja de la inseguridad. Para que todos los argentinos estén y se sientan todos los días un poco más seguros y que todos los días tengan un poco menos de miedo.

Fuente: La Nacion.


Compartir: