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Narcotráfico: la disputa por el «monopolio de la violencia»

Por Norberto Emmerich y Joanna Rubio

La opinión pública sostiene que la corrupción de los políticos es responsable de la decadencia de la democracia y con este argumento defiende su desinterés hacia todo lo público. Ante este comportamiento tan poco republicano, se busca la solución en legislaciones complejas que anulen las ventajas a las que ilegítimamente podrían aspirar los funcionarios públicos.

Sin embargo, el resultado de este intrincado Estado de derecho son instituciones que llenan a la democracia de promesas incumplidas, plantean la utopía de un poder controlado por la ley y despolitizan la política. La reducción de la cosa pública a sus delimitaciones legales pretende sustituir el conflicto, característico del poder, y el consenso, característico de la política, por el derecho, característico de lo privado.

El resultado es contradictorio, porque la lucha contra la corrupción de los funcionarios y la consecuencia centralidad de la transparencia, supone “legalizar” los contratos y privatizar las políticas públicas, con el consentimiento expreso de la ley.

De la corrupción de la política se pasa, con la venia del Estado de derecho, a la política corrupta, lo que permite la reproducción de nuestro sistema social capitalista. Quedará penado el soborno privado pero será legal una devaluación que recorte masivamente los ingresos salariales de los trabajadores.

El narcotráfico se encuentra con este escenario que no ha creado, provocado ni incentivado. Pero del cual, en determinadas circunstancias, sabrá aprovecharse. Pero sólo lo hará por obligación, cuando la presión del Estado lo obligue a politizarse.

En el contexto latinoamericano el narcotráfico es una actividad económica ilegal que se politiza cada vez más. En aquellos países donde el narcotráfico es todavía una actividad económica ilegal, o sea que no ha escalado al estadío político, tiende a convertirse en el aglutinador de toda la criminalidad organizada y monopoliza la agenda de seguridad. En estos países la corrupción que pueda ejercer el narcotráfico afecta a funcionarios individuales, generalmente policiales, pero no al aparato del Estado.

En otros países, como México y Colombia, las políticas de guerra contra el narcotráfico obligaron a los carteles, tradicionalmente dedicados a la producción, tránsito y comercialización de drogas, a adoptar estrategias geopolíticas de sobrevivencia e ingresar en el circuito de la lógica comunicativa de la guerra.

Como resultado de la presión estatal, tras un proceso de selección y utilizando toda la energía disponible, los carteles separan lo propio de lo extraño, delimitan regiones y trazan fronteras, cada uno en busca de un “reconocimiento” para sí que nunca se concederá definitivamente al otro. Es un sistema reglado que nunca llega al clímax de la victoria o derrota definitivas, pues el enemigo de hoy es el aliado de mañana y se busca un equilibrio que haga imposible una hegemonía.

En Colombia el proceso culminó en una cooptación del narcotráfico por parte del Estado nacional, cooptación que no incluyó a todos los grupos y dio origen a una segunda vuelta del proceso con el surgimiento de las Bacrim.

En México, fronterizo con Estados Unidos, los carteles se encuentran en pleno proceso de politización, y su lógica de sobrevivencia implica el reforzamiento de las alianzas y una novedosa utilización de las protestas sociales (dentro de las que se incluyen reclamos de sectores burgueses desplazados) como vehículo de satisfacción de sus propios intereses, como ha sucedido en el proceso de autodefensas en Michoacán.

Si la violencia es inherente, por definición, a la normalidad estatal más aún lo es en la etapa primitiva originaria. En este sentido el narcotráfico no hace más que seguir el mismo proceso de desarrollo y formación del Estado nacional.

En sus orígenes el Estado nacional estuvo envuelto en una lógica comunicativa de la violencia. Maquiavelo justifica esta violencia porque entiende que no se puede censurar ninguna acción ilegal realizada para organizar un reino o fundar una república, precisamente porque se trata de una violencia para construir, no para destruir.

En aquellos sitios donde el narcotráfico ejercita una violencia predatoria llevando adelante una guerra por la eliminación del enemigo, en realidad intenta construir una nueva legitimidad. En ese contexto la guerra por el control de territorios tiene características espectacularmente violentas que incluyen no solo los asesinatos masivos sino la “demostración” de los cadáveres para entablar una lógica de comunicación con la población y las autoridades. Los vertederos de cadáveres en México son parte de una guerra de inteligencia por el control de territorios, específicamente por el control de determinadas plazas.

La guerra es la forma en que las unidades políticas del siglo XVI se comunican entre sí. Dentro de esta lógica comunicativa de la violencia se construye un nuevo diálogo político, se establecen fronteras y autoridades en un territorio determinado, una frontera todavía simbólica entre interno y externo, para diferenciar lo propio de lo extraño, para saber quiénes somos nosotros y quiénes son ellos. Aunque no se pueda sostener todavía una frontera física expresa, sí se establecen los grupos de pertenencia, una identidad (todavía no nacional). Ellos son distintos, extraños, diferentes, opuestos, enemigos. La diferencia entre lo interno y lo externo constituye la soberanía: soberano sobre lo propio, soberano ante lo extraño. Una vez constituida la frontera, todo lo interno es igual, aplastando toda diferencia doméstica (religión, idiomas, culturas, pertenencias, etc.).

La finalización de los crímenes predatorios, cuando uno de los grupos en combate finalmente logra el control sobre el territorio en disputa, acarrea el fin de la espiral de violencia y el descenso de las tasas de homicidio. Un caso emblemático es Ciudad Juárez, paradigma de la violencia en la disputa entre la Federación de Sinaloa y el Cartel de Juárez por el control de la plaza. Durante 2011 la retirada del cartel de Juárez deja el control de la plaza en manos de Sinaloa y los indicadores de violencia decaen a niveles estándares. El monopolio de la violencia, una categoría tradicionalmente adjudicada al Estado, también es propio del narcotráfico, sobretodo en la particular expresión weberiana: “reclama para sí con éxito”. Cada grupo ejerce ese reclamo y uno de ellos lo logra. Se traza una frontera clara y se aplasta toda diferencia interior. Los sicarios remanentes de los grupos en derrota son absorbidos o eliminados, dependiendo de la resistencia que opongan y de su capacidad de negociación con los nuevos “señores”.

Esta violencia originaria se nutre de y es nutrida por una semántica que se refiere al surgimiento de una nueva maquinaria estatal a la que hay que dar sentido. Aparece un nuevo léxico político cuyos conceptos clave son Estado y soberanía. Mientras el estatus medieval hacía referencia al poder del monarca (status regis) o a la situación del reino (status regni), el nuevo Estado (stato) pasa a concebirse como una concentración de poder separada y objetivada institucionalmente, cuyo rol estable y pacificador se articula en términos de soberanía. Sin embargo esta nueva semántica no da un retrato fiel de la situación del poder estatal en la época, que era inestable. La soberanía, como voluntad del príncipe, era logísticamente imposible y era más bien una voluntad compartida y/o contestada; el nuevo Estado y la nueva soberanía eran todavía pretensiones doctrinales.

La semántica del narcotráfico tiene un fuerte origen penitenciario y marginal. En ese sentido es más novedosa que nueva. Permanentemente adopta y aporta nuevos textos, sin poder construir una verdadera semántica precisamente porque su comportamiento es para-estatal, semejante al Estado no igual al Estado. Se comporta como una oligarquía competitiva que disputa el control estatal de la renta nacional, no como un movimiento nacionalista que intenta crear un nuevo Estado o hacerse cargo del Estado.

Esta formación del Estado tiene dos condiciones: una se trata del «cierre de espacios como principio de estructuración». La otra tiene que ver con la separación por una frontera entre exterior e interior o «conseguir la unidad de poder en un proceso a la vez de liberación y unificación». El cierre de espacios que asegura la soberanía del Estado es liberación frente al poder de otros y unificación interna del propio poder. Esto trae tres implicancias:

  1. la soberanía se debe afirmar internamente (inclusión) y externamente (exclusión) respecto de la frontera trazada.
  2. La soberanía estatal se afirma en el marco de otras soberanías competitivas, lo que exteriormente se traduce en un sistema de Estados.
  3. La lógica comunicativa de esta construcción estatal es la violencia: los estados soberanos se construyen comunicándose violentamente hacia el exterior y el interior con la doble espada de la guerra externa y la pacificación interior.

El narcotráfico carece de un desarrollo históricamente acabado de estas lógicas de estructuración. Cumple acabadamente con el punto 1 en el sentido de trazar una frontera que delimita con claridad interior y exterior. Tal frontera queda en entredicho cuando el Estado nacional adopta una política de “guerra” contra el narcotráfico. En una situación tradicional la frontera criminal puede comportarse como un umbral (limen), una zona amortiguadora que separa al narcotráfico del resto. En ese período el narcotráfico cumple con las 3 reglas de la pax mafiosa: no atacar al Estado, no atacar a otro cartel y no atacar a la población. Pero en situación de guerra la frontera funciona como limes, una frontera militar, una línea que tiene longitud sin anchura, permanentemente asediada tanto por el Estado como por otros grupos. Ninguna de estas reglas se cumple en períodos de “guerra”. Solo queda en pie la única ley fija para el narcotráfico: no atacar a Estados Unidos.

El narcotráfico no corrompe al Estado, solo se politiza y cumple las leyes históricas de desarrollo del Estado que conformó el Estado moderno tras cuatro siglos de evolución.

Los “dineros” del narcotráfico, cuando la presión estatal lo obliga a ir a la “guerra”, deben incrementarse dramáticamente porque el arte de la guerra es caro. Los gastos se colocan lejos del tradicional ciclo económico de la violencia y adquieren un inusitado carácter permanente.

En el siglo XVI todo esto rebasa la capacidad fiscal de las endebles maquinarias estatales  patrimoniales, generando una crisis de la que surgieron distintas respuestas fiscales, variación que es decisiva a la hora de dar cuenta de la formación del Estado.

Los Estados adquirieron mayor capacidad de penetración fiscal y la primera solución la encontramos en las ciudades estado italianas del siglo XV. Los poderes municipales incrementaron la presión fiscal y se endeudaron con préstamos negociados con sus conciudadanos capitalistas. Pero lo que estaba a mano en las prósperas ciudades italianas no fue tan fácil en los estados principescos patrimoniales. Estos tuvieron que transformar más traumáticamente sus maquinarias fiscales para pasar del estado patrimonial al estado fiscal.

Algunos de ellos triunfaron, otros desaparecieron. De las más de 500 unidades estatales que conformaban Europa occidental a fines del siglo XV, solo sobrevivieron en la actualidad 28 estados nacionales que se hacen llamar la “Unión Europea”.

En esto consisten las políticas de “lucha” contra el narcotráfico, un proceso de selección natural. Porque en el capitalismo todo lo que nace ilegal se vuelve legal, todo lo que nace primitivo se vuelve normal.

Fuente: Agencia Paco Urondo.