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Insólita disputa por la pobre herencia de Arquímedes Puccio

Arquímedes Puccio sufrió un ACV poco antes de fallecer.

Por Rodolfo Palacios.

El 2 de diciembre de 1993, el grupo especial de policías que mató a Pablo Escobar Gaviria se quedó con el bigote del caponarco y lo exhibió como un trofeo. Poco más de 45 años antes, la esposa del director de la cárcel de Ushuaia, según refiere la leyenda que reveló la escritora María Moreno, tenía un pisapapeles con el fémur de Cayetano Santos Godino, el célebre Petiso Orejudo que mataba niños. En 1972, un científico olvidado pidió que el día que muriera, el cerebro de Carlos Eduardo Robledo Puch fuera conservado, estudiado y cortado en rodajas para intentar desentrañar por qué había matado a once personas. En el mundo hay museos que exponen objetos que pertenecieron a ladrones y asesinos, entre ellos el Museo Nacional del Crimen y Castigo de Washington. Los asesinos generan atracción en ciertas personas aun después de su muerte.

Es el caso de Arquímedes Puccio, el siniestro líder del clan que en la década de 1980 secuestraba y mataba empresarios en su casona de San Isidro. El 4 de mayo, Puccio, de 84 años, murió de un infarto en General Pico, donde vivía después de haber estado preso casi 23 años. Nadie quiso hacerse cargo del entierro: ni siquiera los pocos amigos que se le habían acercado en sus últimos años ni Graciela, su novia 45 años más joven, que lo había abandonado seis meses antes de su final.

Pero ahora, en General Pico, surgió una disputa impensada. Las pocas cosas que tenía el viejo fueron secuestradas por la justicia local. Son objetos sin ningún valor económico: una mesa, una cama de una plaza, una radio a pilas, una garrafa, una heladera, unos 50 libros (entre ellos Timote, de Juan Pablo Feinmann; “De Perón a Montoneros”, de Marcelo Larraquy y “La comunidad organizada”, de Juan Domingo Perón), algo de ropa, dos pares de zapatos y un par de zapatillas. También tenía una biografía sobre el asesino serial Carlos Eduardo Robledo Puch a la que había subrayado “porque tenía errores”.

Cuando Puccio murió, nadie se presentó a la morgue judicial de General Pico a hacer los trámites para retirar el cuerpo y darle sepultura. El cadáver del asesino estuvo una semana, hasta que la justicia ordenó que se lo inhumara en el osario del cementerio municipal de General Pico: el cuerpo de Puccio reposa en una porción de tierra donde van a parar los olvidados, sin flores ni epitafios. La lápida fue hecha de apuro, como para sacársela de encima. Nadie fue a visitarlo hasta ahora.

“Es raro lo que pasó con este tipo. Un día llamó un pastor de Santa Rosa para decir que se hacía cargo de los gastos y dijo que quería que se hiciera el velorio, pero desapareció. Puccio fue enterrado en un ataúd similar a los cajones de manzana. Los gastos corrieron por cuenta de la Municipalidad”, dijo una fuente municipal.

Un año antes de morir, a Puccio le diagnosticaron un tumor cerebral. Su novia lo abandonó, algunos de los a migos que había hecho en los últimos meses también desaparecieron. Ya no ejercía como abogado y había dejado de pasear por la ciudad vestido de traje y con un misterioso maletín. Tres meses antes de morir, tuvo un ACV que lo postró en una cama. En ese momento apareció un pastor evangélico (no era el que quería hacerse cargo del entierro) que lo cuidó día y noche: le dio de comer, lo bañó, lo cambió, lo peinó, le le yó libros, le recitó fragmentos de la Biblia y lo llevó al médico.

Al morir, la justicia se comunicó con la ex esposa de Puccio, Epifanía Calvo, pero ella no quiso saber nada. Sus hijas tampoco.

El 23 de agosto de 1985, Arquímedes fue detenido con sus cómplices, entre ellos sus hijos Daniel “Maguila” y Alejandro, talentoso wing tres cuartos del CASI, un tradicional equipo de rugby de San Isidro, y ex jugador de Los Pumas. Alejandro murió hace cinco años y Daniel estaría fuera del país. Los vecinos creían que la familia era inocente. No podía ser que el señor Puccio, que los domingos iba a misa vestido de traje, hubiera arrastrado a los suyos al delito. Sintieron horror cuando se comprobó que entre 1982 y 1985, los Puccio habían secuestrado y matado a los empresarios Ricardo Manoukian, Eduardo Aulet y Emilio Naum.

Una sobrina de Puccio dijo que no quería ocuparse del entierro pero pidió las pertenencias del ex secuestrador. “No sabemos qué quiere hacer con las pocas cosas de Puccio. Lo insólito es que un día llamó un hombre para preguntar dónde estaban los objetos del asesino porque quería ver la posibilidad de comprar algunas cosas. Le dijimos que eso no corresponde y se ofendió”, dijo una fuente judicial.

El pastor que lo cuidó hasta sus últimos días, Eliud Cifuentes, asegura que no pretende quedarse con las cosas de su amigo. “Pero de todos modos me gustaría conservar algunos de sus recuerdos. A Arquímedes lo quise mucho. Pasábamos horas leyendo la Biblia y hablando de los grandes temas de la humanidad. Me conformo con sólo tener algunos de sus libros. La policía se llevó todo, hasta la cama. Pienso que algunos libros pueden ser donados a alguna biblioteca. Y algunos pensaban que Puccio guardaba dinero de los rescates que cobró. Eso es un delirio. Murió pobre y reconciliado con la vida, en paz con el Señor”, dijo Eliud.

Hasta ahora no se sabe qué pasará con los objetos de Puccio. ¿Qué pensaría el viejo si supiera todo esto? Probablemente reiría. Aspiraba a ser recordado. Siempre, aun en lo malo y en lo bueno. El 2 de mayo, Puccio le dijo al pastor que lo cuidó: “¿Sabe una cosa, m’hijo? El día que muera, voy a volver a ser noticia”. Dos días después murió.


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