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La soledad de los que pierden el poder

Por Rafael Bielsa

El ex ministro y diputado Julio De Vido fue detenido el 25 de octubre pasado, sin haber prestado declaración indagatoria, por orden de un juez que, a su vez, la había recibido de un tribunal ulterior (la Cámara de Apelaciones).

Es necesario subrayar que el principio de «independencia judicial» contiene el de que ningún tribunal de alzada pueda obligar a los jueces de grado a decir algo en contra de sus convicciones; así, no es correcto llamarlo «superior», sino «ulterior». El concepto de «superior» (con su correlato en actos de indisciplina e insubordinación) es una noción propia del derecho militar y eventualmente de la administración.

Adicionalmente, al arquitecto lo detuvieron porque se dio por bueno que él podría usar un poder residual para obstaculizar la investigación. Bien, se impone una pregunta: quienes hoy ejercen un poder principal -el que les toca a los que prevalecen democráticamente en las urnas-, y por lo tanto están en mejores condiciones de obstaculizar las investigaciones que se están haciendo sobre ellos, ¿deben esperar ser tratados procesalmente del mismo modo? El mundo se compone de los unos, pero también de los otros.

No me voy a centrar con profundidad en los aspectos jurídicos parlamentarios y penales de su detención más que para sumar a lo dicho que, al momento de la votación sobre su desafuero, Julio De Vido ya había presentado su renuncia a la presidencia de la Comisión de Energía y había pedido licencia como diputado nacional. Algo me intriga: antes pensaba que era trascendente la voz de los integrantes de algunos colectivos; por entonces, la tibieza que surge siempre de complacer al poder alentaba a pensar diferente. Hoy, cuando el poder cambió de manos, esas voces son por lo menos igualmente necesarias; sin embargo, no se oyen como ayer. Ignoro el porqué.

Quienes desde hace tiempo señalaban a De Vido imputándole diversas conductas disvaliosas (una minoría) se dividieron inmediatamente en, por lo menos, dos grupos.

Uno de ellos se comportó con circunspección y no encontró nada para festejar; grupo minoritario. Los periodistas Francisco Olivera y su colega Diego Cabot publicaron en abril de 2011 un libro sobre el ahora preso. Me consta, por versiones directas, que recibieron presiones de variado tipo y hasta? condolencias. Sin embargo, el jueves 25 y el sábado 28 de octubre, Olivera cubrió los sucesos con información y sobriedad. Obvió las dentelladas que ni su inteligencia ni su índole necesitan.

Otro grupo compitió por la medalla de «primer adelantado» en haberlo denunciado. El exceso obsceno -que erosiona todo crédito moral- alcanzó el punto de hacer merecedor de la presea al que alzara más alto la copa de champagne (con la que brindaban por la desgracia del ex funcionario).

La gran mayoría de quienes se expresaron el día de la detención y en los siguientes podía ostentar bastante menos veteranía en su rol de denunciantes. Compitieron por su tendón sanguinolento, torturando los adjetivos hasta dejarlos exhaustos. Así como la compasión tiene lugares comunes, la crueldad también.

Hay algo profundamente pernicioso en festejar como resultado de un esfuerzo propio lo que no lo es. Por lo general produce una alegría vicaria más cercana a la expiación de una culpa que a la serenidad y además exalta la competencia de quienes tampoco tienen mérito y encierran algún secreto en la cajonera del dressoir. Desde ya, esa actitud se apoya en la creencia tan difundida de que estar en la foto del millonario o en su fiesta trae fortuna por contigüidad y que tomar distancia del apestado inmuniza y desinfecta. En el barrio del Abasto teníamos otro concepto de la solidaridad, la amistad, el compañerismo. Y en los años de facultad, jamás leí norma alguna que prescribiera la humillación, el escarnio y la denigración públicos como requisito previo al juzgamiento del que está imputado por incumplir la ley.

Quienes se comportaron de ese modo deberían pensar en que el poder siempre tiene una cualidad hipnótica que lleva a creer en su inmortalidad (esto incluye al poderoso del momento).

Un ejemplo de lo dicho es la calificación respecto del 25 de octubre como «día histórico», exageración estrafalaria que compite en su desmesura con el analfabetismo que conlleva. ¡Pobres de nosotros, de nuestra patria querida, si esa jornada, que hubiera debido ser módica y corriente, es lo más histórico que somos capaces de ofrecer! Lo que no es bueno para la colmena no puede ser bueno para las abejas (Marco Aurelio): nada quiero para mi descendencia de ese barro de la historia.

Los sectores que pusieron a semejante altura los episodios del 25 de octubre, parafraseando una frase difundida durante los años 90, podrían decir: «Estamos bien». Los que tenemos otra idea de la historia patria les contestaremos: «Están bien, pero vamos mal».

Y pobres de nosotros si hemos disfrutado socialmente de las fotos robadas a mandoble de celular de un hombre enfermo enfrentando a su destino: escenas propias del tristísimo capítulo «Oso blanco» de la serie Black Mirror, donde se refleja la retención del espectador promedio transformando todo en entretenimiento puro.

Fui durante tres años compañero de gabinete de Julio De Vido y me dolería que las cosas que se le imputan fueran ciertas; igualmente, me duele que se eleve al grado de certeza aquello que sólo puede emanar, en una república, de un juicio oral, público y contradictorio. No es un detalle estético, sino la base misma del Estado de Derecho.

Lo visitaré, si él lo desea; por mi parte, me siento en el deber de hacerlo. No creo que me tope en esa situación con los centenares de individuos con los que me cruzaba en alguna actividad en la que nos reunía la función pública y que se horrorizan hoy de lo que se beneficiaron hasta ayer.

Estas cosas no son sólo argentinas y tampoco nuevas; cambian los instrumentos y los actores, pero el drama tiene argumento semejante. Javier Marías, recientemente, citó una encuesta según la cual en los Estados Unidos un 62% de estudiantes que se definen como cercanos al Partido Demócrata creen lícito silenciar a gritos un discurso que desagrade a quien lo escucha. En la década del 30, sitúa José Luis Cuerda la película La lengua de las mariposas, bello film en el que el anciano maestro don Gregorio, adorado por el niño Moncho -gallego y asmático-, sale de la municipalidad escoltado por agentes del franquismo, ante una multitud que le grita «rojo» y lo repudia. La madre del niño le dice «ateo»; el padre, «asesino», y azuzan al propio niño, que sigue al camión donde es subido tirándole piedras. Don Gregorio sólo lo había educado en la belleza y la dulzura.

No me gusta la muerte civil asestada tras la impunidad de la falta de riesgo; desprecio el abuso de las multitudes que conduce al linchamiento adicional a la condena judicial. En este caso, la condena fue suplida por el atropellamiento.

Soy consciente de las reacciones agrias que provocarán estas palabras, pero son precisamente esas motivaciones lo que refuto con el texto. Me gustaría que quienes lo lean no piensen en el juicio que se formaron de Julio De Vido y tampoco en cómo fue que se lo formaron.

Piensen en lo que digo. De pensar en Julio me ocupo yo.

Abogado, ex canciller de la Nación

Fuente: La Nación


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