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Un día en la vida de un troll

Por Diana Fernández Irusta

En esa suerte de muestrario de gestos contemporáneos que es la novela Farándula, de la española Marta Sanz, un personaje, Julita Luján, es enfermera en las horas de trabajo y troll el resto del día. Señora con unos cuantos años encima, hijos más que criados y empleo en un asilo de ancianos, alguna vez se inscribió en un curso de informática, más tarde admitió la gracia de intercambiar algún que otro mail con sus hijos y finalmente encontró la sal verdadera: los foros de opinión de la prensa digital. Con la computadora encendida y el mouse en la mano, Julita Luján es «Justicia Divina», y con ese nombre ingresa a cuanto espacio de ¿diálogo? virtual se le ofrece, para decir lo que se le viene en gana. «Yo me pongo la máscara y les llamo lerdos, delincuentes, cabrones, chupasangres, malnacidos», describe, y sigue con la retahíla de insultos, asegurando que al final -aunque no pueda evitar pensar que «si mi padre me viese me lavaba la boca con jabón»- queda «como nueva».

Intrigados por los y las múltiples «Justicia Divina» que inundan las redes, el diario británico The Guardian y la Fundación Bertha encargaron una investigación al fotógrafo y cineasta noruego Kyrre Lien. De allí surgió el documental llamado The Internet Warriors, que puede verse por YouTube o desde el mismo sitio del periódico, donde la invitación para verlo propone: «¿Quién es la gente que se enoja tanto online? Encuentren a los guerreros de Internet en sus propios hogares».

Porque si algo emerge del documental es la confirmación de eso que, más o menos, todos sospechamos: que tras el odio y la incontinencia verbal de los foristas más incorrectos no hay personas desaforadas ni identidades monstruosas. Cualquier vecino, cualquier respetable Julita Luján, puede proponer las cosas más terribles una vez inmerso en la dinámica sin rostro (ni nombre, ni apellido, ni DNI) de la Web. Pero -y ahí comienza la zona levemente perturbadora del documental- aunque en el mundo real sean notablemente más amables que en el virtual, nada en ellos revela un replanteo. Leen entre risitas sus propios posts racistas, xenófobos o gratuitamente agresivos; reafirman lo dicho sin solemnidad ni demasiada conciencia -en apariencia, al menos- de lo que realmente están diciendo. Como si la relación entre palabras y hechos no fuera una relación digna de ser tenida en cuenta; como si realmente cualquier cosa pudiera ser dicha y nadie tuviera por qué sentirse responsable. Los ejemplos son más o menos previsibles: desde la reivindicación de una posible «solución final» nazi aplicada a los musulmanes, a la homofobia, las loas a Trump, las lamentaciones por el fin del colonialismo, la defensa de la pureza racial. También hay decididos promotores de la expulsión de los migrantes que confirman sin problemas su posición, mientras abrazan con ternura a sus parejas… extranjeras.

Fuente: LaNacion

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