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La terquedad presidencial

Por Ernesto Tenembaum

En la marca de origen de la presidencia de Mauricio Macri hay una idea organizadora que le dio alto rédito: todo lo que sea la contracara de Cristina Kirchner es avalado por una mayoría. Esa idea es la que permitió a Macri llegar a la Casa Rosada y alcanzar niveles de aprobación siderales, justo en el momento en que su antecesora se negaba a entregarle el bastón.

Esa idea, además, galvanizó a gran parte de los gobernadores alrededor de la Casa Rosada y le facilitó al Gobierno la aprobación de leyes clave y la aplicación de un doloroso plan de ajuste, sin que su imagen sufriera demasiado. Del otro lado estaba Cristina, la mayoría creía que ella era la culpable de todo, y eso le daba a Macri un gran plafond. Pues bien: esa idea constitutiva está en crisis y, por momentos, parece que Macri y su entorno no perciben de manera acabada la profundidad de ese fenómeno, como si se aferraran a un salvavidas que perdió la capacidad para soportar tanto peso. Un ejemplo de eso es lo que ocurre con el conflicto docente.

Desde finales del año pasado, se sabía que la paritaria docente sería una pelea clave en varias bandas. Por un lado, el Gobierno pretendía enviar una señal de que el aumento salarial no se desmarcaría de las rígidas pautas de inflación fijadas por el Banco Central.

Luego, la contención de los salarios docentes sería una demostración de la seriedad en el compromiso de reducir el gasto público. Finalmente, se trataría de una muestra de autoridad presidencial, en el marco del comienzo de un año electoral. En ese marco, desde el oficialismo se mostraba una carta de triunfo: María Eugenia Vidal, la dirigente política con records de respaldo social, enfrentaría a Roberto Baradel, un líder gremial con altos niveles de rechazo fuera de su gremio y que, encima, apareció en fotos, eufórico, con Amado Boudou.

¿Cuántas batallas lleva ganadas Macri contra el kirchnerismo? Si ese recorte de la realidad fuera el correcto, el Gobierno estaría al borde de una victoria histórica. Pero el planteo incluye, como se verá, un condicional de tamaño gigantesco.

En la multitudinaria marcha docente de ayer, apenas había muestras de kirchnerismo. Fue una masiva demostración de los gremios docentes de siempre -malos, buenos, pésimos, heroicos, corporativos, izquierdistas, pero los de siempre-, en la cual Baradel fue apenas un dirigente más.

Es posible que un sector de la sociedad considere que los docentes son privilegiados, que trabajan poco y ganan mucho. Pero tal vez, muchos otros perciban en lo que le ocurre a los maestros algo parecido a lo que le sucede a ellos: que desde hace quince meses son más pobres, y que el Gobierno no presta la atención debida a ese detalle menor.

Algunos verán en la reacción docente un operativo destituyente del kirchnerismo. Y otros, simplemente, la reacción de gente a la que todo el tiempo le aumentan los servicios, le bajan los salarios o le despiden a alguien cercano. Y sería muy arriesgado calcular a priori cuál es la proporción de argentinos que se inclinará por una u otra percepción.

En la dinámica del conflicto, el Gobierno tomó una decisión que no es la de alguien que intenta destrabar una situación delicada: eliminó la paritaria nacional, establecida por ley. O sea, intentó correr del escenario a cinco gremios de un codazo.

Luego de la descentralización de los años 90, las escuelas pertenecen a las provincias, que pagan los salarios de sus arcas. Pero los lineamientos de todo esto se establecen a nivel federal. Ese contraste genera numerosas consecuencias indeseables en un sistema educativo que varios especialistas califican de ingobernable.

Sin embargo, la decisión de puentear a los gremios nacionales ha recibido críticas de ex ministros muy diferentes entre sí como Susana Decibe o Alberto Sileoni. Es difícil sostener que el intolerante es el otro si se lo corre de una negociación. Solo lo puede hacer quien tiene un gran paraguas protector. Allí es donde aparece la vieja idea de que las medidas oficiales, aun las más dolorosas, son apoyada como parte de un proceso virtuoso de desmontaje del régimen kirchnerista. ¿Existe aun ese paraguas? ¿Sirve para este caso concreto? ¿Es un comodín aplicable a qué universo?

Esa lógica lineal, y al mismo tiempo exitosa, explica la terquedad con que Mauricio Macri ha emprendido aventuras tan variadas como la eliminación del Ahora 12, la disminución del presupuesto científico, los traumáticos aumentos de los servicios, el respaldo a Jorge Macri como candidato, la decisión de desplazar a ministros y colaboradores que habían sido presentados como los mejores del mundo, la inverosímil mezcla de gestión pública con negocios familiares, o -en el origen mismo de su Gobierno- la celebración por la eliminación del cepo, que abriría la caja de Pandora del espiral inflacionario, la modificación de la fórmula para calcular jubilaciones. No era suicida. Lo protegía Cristina Kirchner. Todo se podía hacer. Solo era cuestión de agitar el fantasma. ¿Pero tanto va el cántaro a la fuente, no?

Si la contundente marcha docente de ayer fue un llamado de atención, tal vez eso se replique en la que ha convocado para hoy la CGT. ¿Será simplemente la reacción de la vieja corporación sindical? ¿Será una demostración más de cómo los peronistas conspiran cada vez que la Casa Rosada está ocupada por un no peronista? ¿O será una expresión de un creciente descontento social que reune a trabajadores, sectores de la clase media y empresarios pyme?

En el Gobierno hay funcionarios que, una y otra vez, minimizan los riesgos con distintos argumentos. Algunos creen que la caída de imagen de las últimas semanas se debió exclusivamente al episodio del Correo, que lentamente irá quedando en el olvido, cuando tal vez eso haya sido apenas un catalizador de un descontento que aun no encontraba el cauce para expresarse y lo hizo de golpe. Otros sostienen que las manifestaciones de estos días son solo movimientos dentro del sector social que votó a Daniel Scioli en el ballottage. «Es notable la cantidad de gente que votó a Scioli y que no volverá a votar a Macri», provocan. En el 2012, el sociólogo kirchnerista Artemio López interpretaba que los masivos cacerolazos eran expresiones del 46% que no había votado a Cristina Fernández en el 2011.

De esas genialidades, se pavimenta el camino a la derrota.

Quienes lo visitaron a finales de enero, encontraron a un Presidente eufórico. Las encuestas le sonreían. Su planteo electoral parecía muy sólido: el 30% es de Cristina, el 30% es del Gobierno, pero otro 20 odia a Cristina y entonces, tarde o temprano, define la elección a favor del Gobierno. Pasó el ‘Correogate’, la protesta social encuentra esta semana su climax y, sin embargo, en el entorno presidencial se aferran a ese mismo planteo, aun cuando reduzcan un toque las diferencias. Tal vez ese sector volátil, el que va y viene, cada vez que paga un peaje o compra un litro de leche o se entera del cierre de una fábrica, dude de entrar en la polarización. No parece sensato probar hasta dónde se estira su resistencia.

A cualquiera le cuesta salir de esquemas que, en otro momento, funcionaron y le han producido enorme gratificación.

Es una reacción tan humana.

Fuente: El Cronista.


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