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El espía que se volvió escritor

Por Pedro B. Rey

Los especialistas en el tema suelen recordar que no hay una, sino tres profesiones más antiguas del mundo: a la que todos conocemos deben sumarse el chamanismo y el espionaje. Al parecer, el primer caso de espionaje que consta en actas fue propiciado por el faraón egipcio Tutmosis III un milenio y medio antes de Cristo, cuando introdujo como informantes, disimulados en bolsas de harina, a algunos de sus hombres en la ciudad que estaba sitiando. Esos fisgoneos se prolongaron a lo largo de los siglos hasta llegar a las intrincadas complejidades de hoy, cuando es común que a la superficie noticiosa asomen las más diversas variantes: las turbias versiones vernáculas, la reciente detención de un superespía alemán (¡por evasión impositiva!) o la figura de Edward Snowden, el informático que filtró a los medios grandes cantidades de carpetas clasificadas de la National Security Agency estadounidense, al que Oliver Stone acaba de dedicarle una película recientemente estrenada en el exterior.

Fue la Guerra Fría, de todas maneras, la que, con sus dobles o triples agentes, sus topos y desertores, institucionalizó para siempre la actividad en el imaginario colectivo. Los ingleses Kim Philby (que durante treinta años se las ingenió para pasarle información a la KGB y a punto estuvo de liderar la inteligencia británica) y el refinado Anthony Blunt con el paso del tiempo adquirieron el aura ambigua de personajes de ficción. No es casual. Las ideas que tenemos del espionaje de posguerra nos vienen en gran medida de autores británicos que sabían de qué hablaban. La razón era simple: en algún momento de sus vidas revistaron en alguna oficina de inteligencia. Graham Greene se vengó de sus malas experiencias en esas lides con algunas de sus historias, al borde de burlar la confidencialidad que debía legalmente.

Le Carré -hoy un señor de 86- publicó hace un par de años un volumen de memorias episódicas, Volar en círculos, que acaba de conocerse en castellano. No revela sobre sus años como espía, en los años cincuenta y principios de los sesenta, más de lo necesario, pero sí se permite analizar las razones biográficas por las cuales, en aquel tiempo y lugar, un joven británico podía convertirse en uno sin que lo guiara la menor vocación.

Le Carré empezó a publicar con su seudónimo cuando todavía estaba activo, aunque, desencantado de ese mundo de doble moral, pronto renunciaría y decantaría por la escritura. Haber trabajado de espía no lo reconforta, más bien resulta una condena, pero admite que fue instructivo para el que sería su oficio más duradero. Bien mirado, se pregunta: ¿los servicios secretos no deberían estarles agradecidos a sus desertores literarios, que de esa manera sublimaban posibles traiciones? Imposible no aceptar su razonamiento de atenernos al contraste contemporáneo que plantea. «En comparación con el jaleo que habríamos podido montar por otros medios, escribir ha sido tan inofensivo como jugar con bloques de construcción. ¿Cuántos de nuestros atormentados espías -escribe Le Carré, con una sonrisa que imaginamos cáustica- no habrían preferido que Edward Snowden escribiera una novela?».

Fuente: La Nacion


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