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El imperio de la voluntad

Dos casos recientes difundidos masivamente desataron cuestionamientos respecto a la forma en que los pacientes (por sí mismos o asistidos por sus padres o representantes legales en caso de los menores) se vinculan con la medicina. Ellos fueron el fallecimiento del Testigo de Jehová luego del rechazo a una transfusión sanguínea, y el otro, la muerte de un bebé luego de un parto domiciliario sin asistencia médica. Muchos de los debates ignoraron la legislación vigente, en parte porque desde la sanción de la ley 26529 de derechos del paciente, se hizo necesaria una tarea de divulgación que aún no se instrumentó.

La ley, lejos de ser novedosa, plasmó principios que la jurisprudencia y la doctrina habían enunciado en forma cada vez más estructurada desde finales de la década de 1980.

Entre los más controvertidos de estos principios se encuentra el de la autonomía de la voluntad, que acarrea la necesidad de obtener el consentimiento informado (con énfasis en informado) de los pacientes.

Desde el ámbito del ejercicio médico, estos principios encuentran resistencia por cuestiones de formación, estatus y legitimación, por ejemplificar algunas. El caso paradigmático que ilustra lo vulnerables que eran estos principios data de 1980, cuando la Corte Suprema avaló a un neurocirujano que había sido consultado por los padres de un niño de 10 años cuyos desórdenes de conducta se habían vuelto inmanejables. El neurocirujano aceptó tratarlo a través de una pequeña cirugía que no acarreaba grandes riesgos. Lo sometió entonces a una lobotomía, transformándolo en una dócil e incapacitada criatura. Los padres, ante este resultado, reclamaron judicialmente por el daño atroz provocado a su hijo. La respuesta judicial se simplifica en “el médico es el que sabe, y se logró el resultado buscado”, negándoles cualquier tipo de reparación.

Desde entonces, como se anticipara, la jurisprudencia y la doctrina buscaron morigerar ese absoluto de sabiduría médica y exclusión de la voluntad de los pacientes, introduciendo los conceptos de consentimiento informado y autonomía de la voluntad.

La ley 26529 no sólo plasmó estos conceptos, sino que los definió, facilitando su aplicación por parte de los trabajadores de la salud, y su comprensión y apropiación por parte de los pacientes.

En su artículo 2, la ley define a la autonomía de la voluntad como el derecho del paciente de aceptar o rechazar determinadas terapias o procedimientos médicos o biológicos, con o sin expresión de causa, como así también de revocar posteriormente su manifestación de la voluntad. Los niños, niñas y adolescentes tienen derecho a intervenir en los términos de la Ley 26.061 a los fines de la toma de decisión sobre terapias o procedimientos médicos o biológicos que involucren su vida o salud (esto es, con la representación promiscua del Estado: al menor o incapaz no sólo lo representan quienes ejercen la responsabilidad parental, sino también los organismos específicos creados por el Estado, tal como los Asesores de Menores e Incapaces; y en la Provincia de Buenos Aires vela por sus derechos el Abogado del Niño).

En ese sentido, el artículo 3º define a la información sanitaria como aquella que, de manera clara, suficiente y adecuada a la capacidad de comprensión del paciente, informe sobre su estado de salud, los estudios y tratamientos que fueren menester realizarle y su previsible evolución, riesgos, complicaciones o secuelas. Esta información es el presupuesto necesario para obtener el consentimiento informado del paciente.

Deviene una consecuencia lógica de estos principios que el médico o profesional de la salud tratante deberá realizar una inversión de tiempo y esfuerzo para traducir sus conocimientos obtenidos luego de años de formación y práctica, a un lenguaje sencillo y asequible para sus pacientes, sean estos del nivel cultural y extracción social que fueren. A su vez, deberá soportar la frustración cuando algún paciente rechace el tratamiento que el profesional entiende sería no sólo adecuado, sino beneficioso; frustración que suele incrementarse cuando el paciente vino “googleado” a la consulta.

Para el paciente capaz y mayor de edad, la toma de decisión es un desafío. Ya no es posible recostarse únicamente sobre el conocimiento ajeno, pudiendo tomar las riendas de aceptar o no un tratamiento (lo cual no equivale a elegir qué medicación tomar: la opción es entre los tratamientos ofrecidos por quienes se encuentran habilitados para proponerlos).-

En el caso del parto domiciliario, nos encontramos ante un tercero (el niño por nacer) que se vio afectado por una decisión para la cual sus padres no se encontraban legitimados. Ello porque no sólo porque la situación hubiese requerido una asistencia adicional desde el punto de vista legal, por lo explicado anteriormente, sino porque el presupuesto de la voluntad (y por lo tanto de su ejercicio autónomo) es el conocimiento.

A los fines de elegir entre las opciones existentes, el paciente (o sus representantes legales) requiere el conocimiento que deben brindarle los profesionales de la salud; de otra manera, su decisión no es libre sino que está viciada por la ignorancia. La omisión de realizar consultas médicas antes de tomar una decisión que afecta a un tercero no constituye un ejercicio de la autonomía de la voluntad, sino una vulneración de los derechos de ese tercero ajeno al proceso de toma de decisiones.

Diferente es el caso de los testigos de Jehová. Si bien desde antaño el tema es origen de controversia para el universo médico, habiendo profesionales que se niegan a operarlos por entender que acrecientan el riesgo de muerte al estar impedidos de realizar transfusiones, la ley zanja esta cuestión específica -más allá de la posibilidad de que el paciente puede manifestar su voluntad, a la que habrá que ceñirse.

Específicamente, el art. 11 establece que toda persona capaz mayor de edad puede disponer directivas anticipadas sobre su salud, pudiendo consentir o rechazar determinados tratamientos médicos, preventivos o paliativos. Las directivas deberán ser aceptadas por el médico, salvo que impliquen desarrollar prácticas eutanásicas. La declaración de voluntad deberá formalizarse por escrito ante escribano o juzgados de primera instancia, para lo cual se requerirá de la presencia de dos testigos. Dicha declaración podrá ser revocada en todo momento por quien la manifestó.

Si la ley es tan clara, ¿por qué seguimos debatiendo? Como abogada he asesorado a médicos y otros profesionales de la salud (primero a través de su aseguradora de riesgos profesionales y luego desde la medicina legal hospitalaria), angustiados y en crisis porque sus mayores esfuerzos estaban puestos en salvar la vida o mejorar la salud de sus pacientes pero éstos se negaban a someterse a los tratamientos propuestos. Los motivos de la negativa podían ser religiosos o de decisiones de vida, o bien porque los padecimientos imaginados o reales que sobrevendrían al tratamiento les parecían demasiado duros para soportarlos.

En estos casos, los profesionales debían dar un paso al costado una vez agotados los intentos de informar o persuadir al paciente, dejándoles una sensación de impotencia difícil de sobrellevar para quien por vocación eligió cuidar la vida.

Sin embargo, la ley no obliga a los pacientes a explicar el por qué de su decisión, bastando que la misma sea informada. Lo que los principios incorporados establecen es que cada persona capaz y mayor de edad es dueña de su cuerpo, de su salud mental y de su vida, en tanto no afecte a terceros. Y consecuentemente, le quita al profesional esa potestad.

Desde el ejemplo de los 80 hasta ahora se avanzó mucho en la aplicación y respeto de la autonomía de la voluntad. El debate mediático reciente demuestra que resta mucho camino por recorrer hasta que el respeto sea el que demandan las normas, y crecientemente, los pacientes.

Fuente: Bastión Digital.


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