| Columnistas

Un gran paso para depurar la Justicia

Por José Nun*

El interés por el tema de la política y el miedo se remonta por lo menos a la Edad Media y ha sido retomado provechosamente en nuestros días por autores tan diversos como Patrick Boucheron, Corey Robin, Carlo Guinzburg o Jean Delumeau. En la interpretación más conocida, el miedo resulta consustancial a la autoridad política. Sin miedo, nada garantiza que se obedezcan sus órdenes. Como le recomendaba Maquiavelo al Príncipe: «Es mejor ser temido que amado».

Pero aquí me importan menos los miedos de los ciudadanos que los miedos de quienes gobiernan en democracia. El primero y más obvio es el miedo a equivocarse. Por eso son siempre tan centrales las consultas y los chequeos y tan negativos el aislamiento y la suficiencia. Sobre todo porque vale de poco pedir disculpas cuando los desaciertos se repiten. En política, no se trata nunca de prueba y error como en un laboratorio, sino lisa y llanamente de éxito o fracaso. A propósito del «tarifazo» en curso, por ejemplo, viene a la memoria un tal Philibert Orry, encargado de las finanzas de Francia, quien en 1745 se proponía aumentar los impuestos. Pero antes les pidió a los intendentes que hicieran circular entre la gente el rumor de este aumento y que le comunicasen los comentarios que provocaba la noticia, para poder anticiparse así a sus reacciones. Una elemental prudencia política que ni siquiera esperó un siglo y medio a que naciese George Gallup.

Un segundo temor (y el que más me importa) es el miedo a ser pescado en falta. Más aún cuando el catálogo de las faltas posibles de un funcionario es tan voluminoso que va desde un mero descuido formal hasta la violación deliberada de la ley. Por eso este miedo puede resultar saludable si aumenta la eficiencia de quien ocupa un cargo público o simplemente letal cuando lo induce a encubrir delitos propios o ajenos. La diferencia no es difícil de detectar: cuanto más débil sea la vocación democrática del funcionario (o mayor su indecencia), más decidido resultará su empeño en suprimir cualquier tipo de vigilancia sobre su conducta. Éste es el miedo que llevó al kirchnerismo a anular la acción de todos los organismos encargados de controlar al Poder Ejecutivo con una ferocidad que pasará a la historia, lo mismo que la carencia de escrúpulos de quienes se prestaron a ocupar cargos en organismos que sabían inútiles.

Vuelvo a Maquiavelo, en palabras de Boucheron: «Si la justicia ya no es eficaz (en este caso, si los crímenes de corrupción siguen impunes) y si la violencia política ya no es válida, ya nada será fuente de miedo para los dominantes desvergonzados, es decir, desbordados por un humor que no controlan y que nadie puede contrabalancear: por ende, ¿dónde estará la república?». Rescato de este párrafo la pregunta final y tres términos clave: república, justicia y eficacia.

En la república democrática moderna, en efecto, las elecciones no son el único fundamento del Estado constitucional, según pregonan los populistas. Están subordinadas al principio liberal de la separación de poderes, que busca precisamente frenar la omnipotencia de las mayorías. En este sentido, en un régimen de partidos políticos, el único contrapoder cierto es el Judicial, puesto que el Ejecutivo y el Legislativo pueden estar dominados por la misma fuerza, como ocurrió entre nosotros en las dos últimas décadas. Pero esto exige que la justicia sea, a su vez, un poder eficaz, no cooptado por los otros dos. Sólo que los jueces son individuos que tienen sus propios miedos, desde perder el empleo o los privilegios hasta ser ninguneados en los ascensos, para no hablar de aquellos que son directamente venales. Todo lo cual conduce a esa ineficacia de la justicia a la cual se refería Maquiavelo.

Esto fue explotado al máximo por el kirchnerismo, que, mediante dádivas y amenazas, desbarató en buena medida el escollo a su impunidad que más temía. Lo demuestran no sólo casos extremos, como el de un payaso vestido de juez que fallaba a pedido, sino el hecho de que, gracias a la ley de subrogancias, numerosos magistrados fuesen nombrados a dedo, eludiendo descaradamente las normas constitucionales. ¿Se podría haber evitado este escándalo?

A tal fin, la reforma constitucional de 1994 había incorporado un nuevo órgano, el Consejo de la Magistratura, encargado de seleccionar a los jueces (salvo los de la Corte Suprema); de supervisar su conducta, asegurando su independencia y la eficaz prestación de sus servicios; de ejercer sobre ellos facultades disciplinarias, y de administrar los recursos económicos asignados al Poder Judicial. A pesar de algunas críticas, este Consejo funcionó más o menos bien hasta que, en 2006, la senadora Cristina Kirchner logró reducir el número de sus miembros de 20 a 13, con lo que sesgó claramente su composición a favor del oficialismo. En 2013, ya en ejercicio de la presidencia y con miedos renovados debido a múltiples denuncias de corrupción, intentó cambiarlo otra vez, modificando la cantidad de consejeros y convirtiéndolo en un órgano electivo, contrariamente al propósito mismo de la institución. Su maniobra fue declarada inconstitucional por la Corte Suprema.

Como quiera que sea, desde 2006, una mayoría adicta y con miedo de perder sus prebendas impidió que el Consejo controlara efectivamente a los jueces, casi todos los cuales procuraban mantener el perfil más bajo posible y no permitían que las denuncias de corrupción avanzaran. De ahí que, en general, estas causas hayan estado inmovilizadas entre 8 y 10 años. Para aumentar el bochorno, la derrota del kirchnerismo en las últimas elecciones hizo que el miedo de muchos jueces cambiara velozmente de signo y los llevase a acelerar lo que antes habían frenado.

Faltaba algo decisivo: que el Consejo de la Magistratura cumpliera su mandato constitucional y revisase debidamente lo que sucede en el interior de los juzgados. A esto respondió la presentación del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, presidido por Guillermo Lipera, en la que solicitó que el Consejo dispusiera de inmediato una auditoría integral de las causas de corrupción en las que estén involucrados penalmente los funcionarios públicos de los tres poderes del Estado. El Consejo acogió la solicitud (respaldada por otras once entidades) y se esperan los resultados. Es un paso trascendente para depurar la Justicia y todos tenemos que apoyarlo y, más todavía, mantenernos vigilantes de que se cumpla como corresponde. Si hay algo que resulta incompatible con una democracia republicana es la existencia de jueces cobardes y de gobernantes que manipulan sus miedos.

Abogado y politólogo. Fuente La Nacion.


Compartir: