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Corrupción imprescriptible

Por Natalia Volosin

La corrupción no es una enfermedad, sino un síntoma de déficits de diseño y gestión institucional. Su resolución, por tanto, no debe buscarse en planteos morales o culturales de casi imposible concreción, ni en denuncias o propuestas vinculadas al sistema de justicia penal, pues éste por naturaleza llega tarde, cuando ya se han producido los hechos y los daños, como lo demuestra el caso de la mal llamada “tragedia” de Once. El problema de la corrupción debe atacarse desde una visión preventiva, dirigida a la medición y divulgación de sus costos -especialmente para los grupos más desaventajados-, así como al desarrollo de estudios sectoriales para reducir los nichos de oportunidad e incrementar los incentivos y capacidades de control estatal y social en cada área de la actividad del Estado (petróleo y energía, compras públicas, salud, etc.).

Suelo destacar el enfoque preventivo porque las propuestas de la dirigencia argentina para luchar contra la corrupción son en su mayoría de naturaleza penal y, por lo tanto, resultan infructuosas debido a su operatividad ex post facto. Sin embargo, no podemos soslayar por completo la cuestión penal cuando pensamos una política de Estado al respecto. En este sentido, la corrupción se parece bastante a la inseguridad: el sistema penal nunca va a resolverla pues opera luego de ocurridos los hechos y los daños (por eso debemos concentrarnos en la prevención), pero ello no significa que no debamos también procurar mejoras sustanciales en el modo en que investigamos, juzgamos y eventualmente sancionamos los hechos delictivos. No importa lo que pensemos acerca del fin de la pena (retribuir, prevenir, resocializar, etc.), dado que en cualquier caso la eficacia del sistema jurídico demanda un mínimo de enforcement, de hacer cumplir sus normas.

En materia penal, pues, quiero analizar una propuesta que surgió hace algunos años y que el ex candidato presidencial Sergio Massa ha reeditado durante la campaña: la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción. La idea es que, al igual que ocurre con los delitos de lesa humanidad, los delitos cometidos en el ejercicio de la función pública sean imprescriptibles y, por tanto, la acción penal pueda ser ejercida sin límites de tiempo. Esta herramienta ya se encuentra prevista en las constituciones de algunos países de la región (Bolivia, Ecuador, Venezuela) y, a nivel local, ha sido apoyada por miembros de varios partidos incluyendo a Proyecto Sur, la UCR, la Coalición Cívica-ARI, PRO y, más recientemente, UNA. A continuación analizo su razonabilidad desde el punto de vista jurídico, simbólico y práctico-político.

En términos jurídicos no advierto ningún obstáculo a la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción. Por un lado, es cierto que los tratados internacionales vinculantes en la materia (la Convención de las Naciones Unidas Contra la Corrupción -CNUCC- y la Convención Interamericana Contra la Corrupción -CICC-) no establecen una obligación al respecto. La CICC nada dice sobre la cuestión y el art. 29 de la CNUCC sólo dispone que, con arreglo a su derecho interno, los países deben regular un plazo de prescripción amplio, así como un plazo mayor o la interrupción de la prescripción si el responsable eludió la acción de la justicia.

Pero, por otra parte, nada impide establecer la imprescriptibilidad de determinados delitos. Como bien indica el profesor Mario Magariños, la prescripción penal “no constituye por sí ninguna garantía o derecho fundamental” y, además, la imprescriptibilidad no impacta de manera necesaria en el derecho a ser juzgado en un plazo razonable, dado que puede regularse la imprescriptibilidad y a la vez, regular de modo preciso el tiempo razonable de duración del proceso, por lo que se trata de una decisión discrecional del legislador. Lo propio ha sostenido reiteradamente la Corte Suprema de Justicia de la Nación: “no existe ninguna norma constitucional en el derecho argentino que establezca que los delitos deban siempre prescribir”. De hecho, en nuestro país son imprescriptibles los delitos de lesa humanidad y, de acuerdo con una ley sancionada el 29 de octubre de 2015, los delitos de trata de personas y los delitos contra la integridad sexual cuando la víctima fuere menor de edad.

No obstante, quienes se oponen a la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción subrayan que estos hechos no pueden compararse en su gravedad con los delitos de lesa humanidad, así como que es absurdo que un hecho leve de corrupción cometido por un funcionario público no prescriba pero sí lo haga un hecho grave como el homicidio. Esto me lleva al aspecto simbólico de la cuestión. Creo que la herramienta sería simbólicamente peligrosa si implicara una de dos afirmaciones igualmente disvaliosas: (a) que la corrupción es en sí misma un delito de lesa humanidad (el civilista Carlos Ghersi sostiene equivocadamente esta posición); o (b) que los delitos de corrupción son equiparables en su gravedad a los delitos de lesa humanidad (el enfoque más extendido entre quienes defienden la imprescriptibilidad y, desde luego, el que genera el argumento ganador de quienes la rechazan).

Estos dos planteos son tan errados que facilitan la posición de quienes se oponen a la propuesta. Hay que decirlo claramente: los hechos de corrupción deben ser imprescriptibles, pero no porque sean delitos de lesa humanidad ni porque se les asemejen en gravedad. No entro en detalles al respecto, aunque sí explico qué razón justifica la imprescriptibilidad al analizar la cuestión desde el punto de vista práctico-político más adelante. Pero, si esto es así, entonces lo simbólico adquiere un nuevo sentido. Si somos explícitos en que no estamos afirmando que la corrupción sea un delito de lesa humanidad ni que sea tan grave como esos incomparables crímenes, la imprescriptibilidad de los hechos de corrupción podría ser simbólicamente positiva. Podría tratarse de una suerte de buen augurio, un mensaje de la dirigencia política diciéndole a la sociedad que no tiene nada que ocultar y que está dispuesta a rendirle cuentas sin límites de tiempo porque reconoce, por fin, que administra bienes ajenos que se le han confiado de modo provisorio, limitado y revocable.

Por último, que lo jurídico no sea un obstáculo para la imprescriptibilidad de los delitos y que ello deba ser establecido por los legisladores de modo relativamente discrecional significa que la decisión debe fundarse en consideraciones de orden práctico-político. Ello exige formular dos tipos de análisis: de necesariedad y de suficiencia. En cuanto a la necesariedad, la conclusión es favorable a la imprescriptibilidad por al menos tres razones.

Primero, la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad y, más recientemente, de los delitos contra la integridad sexual cuando la víctima fuere menor de edad y de los delitos de trata de personas no se vincula con la gravedad de los hechos. Ello se debe, en cambio, a que por sus particularidades estos hechos dificultan y en muchos casos directamente impiden que las víctimas insten la acción penal en los plazos legales comunes (represión postraumática, situaciones de vulnerabilidad social o económica, revelación tardía, temor a las represalias, etc.). A ello se suma que los autores de los delitos suelen retener posiciones o condiciones de poder que también conspiran contra el inicio o avance de los procesos penales. Con la corrupción ocurre algo similar: su carácter típicamente clandestino, la ausencia de víctimas individuales fácilmente identificables que puedan impulsar los procesos, el poder que retienen los autores aun luego de cesar en sus cargos públicos y el hecho de que se trata de un fenómeno que impacta por igual a quienes deberían investigarlo y juzgarlo (el Poder Judicial y el Ministerio Público) son obstáculos que dificultan y muchas veces imposibilitan su persecución penal.

Segundo, un estudio publicado en 2012 por la ex Oficina de Coordinación y Seguimiento en materia de Delitos contra la Administración Pública de la Procuración General de la Nación -OCDAP-, la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia -ACIJ- y el Centro de Investigación y Prevención de la Criminalidad Económica -CIPCE- demuestra que las causas judiciales por hechos de corrupción en la Argentina duran en promedio 11 años, que transcurre una década para que los casos estén en condiciones de ser elevados a juicio y que el abuso de las alternativas recursivas por parte de los abogados defensores hace que muchos de estos procesos terminen por prescripción antes de que los presuntos autores puedan ser efectivamente juzgados.

Tercero, en 1999 la Ley de Ética Pública (Ley 25.188) reformó el art. 67 del Código Penal, disponiendo la suspensión de la prescripción respecto de los delitos cometidos en ejercicio de la función pública mientras cualquiera de quienes hubiesen participado se encuentre desempeñando un cargo público. Sin embargo, ello no resuelve el problema de prescripción que afecta a muchas de estas causas, dado que: (a) los procesos de todos modos duran en promedio 11 años; y (b) es cuanto menos ingenuo creer que el poder en la Argentina termina cuando las personas dejan la función pública.

Desde el punto de vista práctico-político, la imprescriptibilidad de la corrupción es, pues, una herramienta necesaria. Pero, ¿es también suficiente? La respuesta es negativa. La imprescriptibilidad de los delitos de corrupción no resolverá la falta de juzgamiento efectivo (y, eventualmente, de condenas), pues los procesos judiciales continuarán siendo lentos, burocráticos, plagados de alternativas recursivas, manejados por funcionarios que muchas veces están ellos mismos involucrados en hechos de corrupción e intermediados por algunos defensores faltos de ética profesional. Estos déficits del proceso penal no se superan con la imprescriptibilidad, sino que requieren profundas reformas sobre el proceso, el Poder Judicial y la profesión. Destaco, al respecto, el modelo acusatorio adoptado por el nuevo (e injustamente denostado) Código Procesal Penal de la Nación que entrará en vigor en marzo de 2016.

¿Debemos entonces rechazar la propuesta de imprescriptibilidad de los delitos de corrupción? Desde luego que no. El argumento de la insuficiencia se ha planteado en ocasiones de ese modo, pero ello es un error. Veamos por qué. El problema a atacar es, en pocas palabras, que no hay condenas porque las causas prescriben porque los procesos son demasiado largos. La imprescriptibilidad es insuficiente para que los procesos sean más cortos, sí, pero es claramente necesaria para que en algún momento (cuando quiera que ese proceso termine) haya, si corresponde, condenas. Claro que si resolvemos el asunto de fondo y logramos que los procesos sean más cortos no debería haber tantas prescripciones y, por tanto, tendría que ser más sencillo obtener condenas. Pero, desde el punto de vista práctico-político, debemos preguntarnos: mientras esperamos que las grandes reformas (de las que el nuevo CPPN es sólo un buen comienzo) logren que los procesos penales avancen de un modo más rápido y transparente sin vulnerar garantías constitucionales, ¿qué hacemos con las causas que prescriben debido a la eternidad de los procesos?

Por último, el análisis práctico nos obliga a considerar un argumento más de quienes rechazan la propuesta de la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción: ¿podría esta herramienta ser contraproducente? La idea que subyace a este planteo es que la imprescriptibilidad podría generar cierto relajamiento de la actividad jurisdiccional ante la tranquilidad de que las causas de todos modos no prescribirán, o bien que podría convertirse en un instrumento de poder sobre los dirigentes políticos. Creo que estos pretendidos riesgos no son reales. El primer planteo es bastante paradójico: si ahora que las causas prescriben los funcionarios judiciales no parecen especialmente preocupados ni apurados por hacerlas avanzar (más bien lo contrario), no veo por qué se relajarían (al menos no más que ahora) en caso que no hubiera prescripción. El segundo planteo tampoco suena lógico. Las posibilidades de “inventar causas” con fines políticos no dependen de que los delitos prescriban o no. Para hacer acusaciones falsas motivadas política o electoralmente basta con tomar un hecho cualquiera; no es necesario encontrar un delito antiguo que sin la imprescriptibilidad no podría ser perseguido penalmente. En todo caso, estamos ante otro tipo de problema sobre el que habría que trabajar: las facilidades del sistema para hacer falsas denuncias, su permeabilidad ante las “condenas mediáticas”, etc.

La imprescriptibilidad de los delitos de corrupción es una herramienta viable en términos jurídicos y es positiva desde lo simbólico. Por lo demás, desde el punto de vista práctico-político es un instrumento insuficiente para resolver el problema de la falta de juzgamiento (y eventualmente de condenas) en la materia, pero necesario y de ningún modo contraproducente. Se trata, pues, de una propuesta sobre la cual quienes resultaron perdidosos en las elecciones del 25 de octubre deberían insistir ante los candidatos presidenciales que competirán para obtener el favor de sus votantes en el ballotage. Así y todo, debemos recordar que sólo estamos discutiendo una propuesta de reforma al sistema penal, que por lo tanto será ineficaz a la hora de evitar los daños que le causa la corrupción a la democracia y a los derechos de los más desaventajados.

Fuente: Bastión Digital.