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La máquina de construir enemigos

Por Fernanda Sandez

«¿Qué dice?», preguntó el doctor Carlos Trotta, cirujano destacado en la Franja de Gaza durante la Operación Plomo Fundido. El nene chillaba en árabe y Trotta, más argentino que el mate, quiso saber. El enfermero ofició de intérprete: «¿No se dan cuenta de que somos chicos?». Eso decía el chico, horriblemente herido y horriblemente lúcido. Desde entonces, la frase persigue al médico -integrante por esos días del equipo de Médicos Sin Fronteras- como una maldición.

Porque a eso se reduce todo algunas veces: a darse cuenta de que ése que está ahí es un nene y no un enemigo. A saber que algunas puertas no deben cruzarse. El viernes pasado, de noche y en el Barrio Illia del Bajo Flores, personal de Gendarmería actuando en el marco del Operativo Cinturón Sur ingresó al asentamiento aparentemente a recuperar dos autos robados. En ese momento, unos ochenta chicos de la murga Los Auténticos Reyes del Ritmo ensayaban la retirada, en honor a Momo. Después, lo que ya sabemos. Lo que se volvió viral. Lo que alguien grabó con un celular, lleno de gritos, de detonaciones, de partes de pies y de caras. Y lo que aún resuena: «No disparen que hay criaturas». Hasta ahora, la versión oficial habla sólo de dos gendarmes agredidos. No murga, no baile, no nenes internados con la cabeza rota. No lo que muestran las fotos, la filmación. No lo que dicen los vecinos. No nada.

La ministra de Seguridad, sin embargo, se apuró a retratarse junto a los heridos (los gendarmes heridos) al tiempo que las imágenes de los chicos vendados y con el cuerpo moteado de impactos fueron en las redes sociales una señal de alerta sobre lo que no debería pasar. Según consigna la Procuraduría de Violencia Institucional, (Procuvin), el episodio terminó con «al menos once heridos, entre ellos menores de edad. Un grupo de personas se encontraba ensayando en una murga barrial cuando la Gendarmería irrumpió con violencia en la zona. Las declaraciones de los testigos detallaron que la Gendarmería avanzó sobre los vecinos y disparó en una zona donde había niños y adolescentes. Hasta el momento no hay elementos que indiquen que las personas agredidas tuvieran armas ni que los gendarmes hayan sido heridos en el contexto de la represión denunciada ante el Ministerio Público Fiscal».

El viernes pasado, nos guste o no, se violó un límite. Uno importante: se disparó al pichón. Y si todo este episodio conmovió a tantos fue, justamente, por lo que implica (como idea de futuro) la sola visión de un niño tiroteado por el propio Estado que debería protegerlo. La frontera de lo legítimo, de lo justo y de lo correcto dejó de ser clara el último viernes. Flameó por un instante en la villa 1-11-14 y, al hacerlo, nos puso en riesgo a todos. Porque -como reza un dicho repetido en el ámbito legal- «no hay límite para la excepción». Así, si abrir fuego contra chicos que bailan se vuelve de repente una excepción aceptable (porque viven en una zona dominada por el narco, porque se los deja de ver como niños y sólo se ve en ellos a escudos humanos útiles a adultos delincuentes), es difícil imaginar qué podrá después ponerle freno a la acción de unas fuerzas de seguridad cuyo control político, ya de por sí, está en entredicho desde hace años.

Pero tal vez esa alerta que retumbó el viernes en el Barrio Illia -esos gritos, esos disparos, esas fotos inconcebibles- sirva, después de todo, para algo. Para advertir, por caso, sobre un goteo de «excepciones» que siempre cuajan en cristalizaciones peligrosísimas. Algo capaz de detener a tiempo el funcionamiento de esta máquina de construir «otros» amenazantes en donde todo aquel que no sea parte de un «nosotros» conocido e idéntico se volverá automáticamente siniestro y, por eso mismo, eliminable.

Ya lo decía Eco en su maravilloso Construir al enemigo: «No es necesario alcanzar los delirios de 1984 para reconocernos como seres que necesitan a un enemigo. Estamos viendo lo que puede el miedo a los nuevos flujos migratorios. Ampliando a toda una etnia las características de algunos de sus miembros que viven en una situación de marginación, se está construyendo hoy en día la imagen del enemigo». Aquí, por lo pronto, la máquina de fabricar temibles opera a destajo villa afuera y para comprobarlo basta leer los comentarios que, desde la valentía del anonimato, tantos foristas se apuraron a anotar. «¿No será ke la murga estaba para entorpecer el procedimiento y usarlos de escudos humanos?»; «Tal vez lo de la murga era sólo una pantalla para ocultar delincuentes»; «Lástima que no fueron todas balas de plomo», son sólo algunas de las frases que explican por qué pasar por alto un incidente como éste sería un error gravísimo.

Porque, después de todo, así como por años se le reclamó al autodenominado progresismo que dejara de minimizar el tema de la inseguridad y de asociarlo puerilmente a «sensibilidades de derecha», no resulta menos urgente reclamarles al nuevo gobierno y a quienes lo apoyaron que sean firmes y claros ante un hecho como éste. Las balas contra los chicos no se explican, no se justifican, no se toleran. El tiro al pichón no puede ser sino eso: la frontera a partir de la cual el universo que conocemos comience a deshacerse. Caso contrario, estaremos atravesando la clase de límite que, como sociedad, más nos valdría no cruzar. Porque ese día, el día en el que, como se preguntaba el niño herido en Gaza, ya no nos demos cuenta de que se trata de chicos, todo lo demás también se volverá borroso. Inquietantemente parecido a una gran selva.

Fuente: La Nación.