| Una historia convertida en libro, serie y película

Adelanto de El Clan Puccio, el nuevo libro de Rodolfo Palacios

La historia de la familia Puccio, dedicada a los secuestros extorsivos en los años 90, contada por uno de los mejores periodistas policiales de la Argentina.

Puccio terminó su vida en una pensión de General Pico.

Puccio terminó su vida en una pensión de General Pico.

Por Rodolfo Palacios*

Me gusta preguntarle a la gente si me tiene miedo. Por todas las boludeces que se dijeron de mí. Ando por la calle y los encaro. Muchos se me cagan de risa. Señora, ¿sabe quién soy? Pibito, ¿sabe quién soy? Carnicero, ¿me tiene visto de algún lado? Amigo, ¿nunca vio una foto mía en los diarios? Señorita, ¿le han hablado de mí? Y cuando les digo quién soy, muchos se caen de culo. Otros ni me conocen. Pero todos ven algo: soy inofensivo. Un viejo choto de 82 años. Un señor mayor con el que se puede charlar, tomar un mate, ir de copas, escuchar un tango, salir a buscar pibas o jugar a las cartas.

Salí en la portada del diario La Reforma de General Pico y el diario se agotó. Vendo. Aunque la gente no me conoce. No conoce mi historia. Unos tipos me vinieron a putear. Al principio los encaré para la mierda. Entonces ahí empezaron a respetarme.

Me cago en la reputísima madre que los parió. Me querían declarar persona no grata. Me encararon justo cuando estaba comprando unas cositas en la góndola del mercado. No sé por qué se ensañaron tanto conmigo y me rompen las pelotas.

Inventan todo. Inventan que maté, que secuestré, que fui de la Triple A. ¡Inventaron que violé un arresto domiciliario para robar golosinas!

Gracias a Dios estoy vivo para llevar a cabo mi misión evangélica. Ayudo a la gente, a los desposeídos, a las criaturas, a los defectuosos. ¡Son tan cariñosos los defectuosos! Viven pidiendo afecto. Una caricia, un abrazo. Vivimos en una sociedad hipócrita que se olvidó de sus semejantes y solo piensa en sus autos, sus casas, sus viajecitos. Y se han olvidado de los necesitados. ¿Con qué autoridad pueden juzgarme y señalarme con el dedo?

Yo me cago de risa. No hay que ser amargado. Me gusta aconsejar a los muchachos. Andan muy confundidos. No saben qué camino seguir, se van detrás de alguna atorranta que les muestra el ojete y pierden el rumbo. Y las minas se van con otro que la tenga más larga o los cambian por un bidet. Les gusta que el chorrito fuerte y caliente se les meta en la cotorra y las haga acabar. Qué atorrantas son. Soy el hombre de mayor edad del mundo en recibirse de abogado, pero estos hijos de puta no querían que jurara. En la entrega de diplomas estaba lleno de pibes. No tenían ni la más puta idea de quién era yo. Ni se imaginaban que así, viejito y todo, me los fumo bajo el agua, me los cojo de parado. A pija muerta. Podría enseñarles muchas cosas a esos mocosos insolentes. Les falta un golpe de horno o una cachetada. ¿Estamos?

Si me escucharan y aprendieran de mi experiencia, las cosas irían un poco mejor, recuperarían el amor por la Patria, por los ideales, por el prójimo. ¿Estamos?

Me dan bronca los oligarcas. Y también los negros ignorantes. Negros catinga. Pero como decía

el general Perón, los ladrillos también se hacen con bosta, la putísima madre que los remilparió.

“Así, pues, el que está unido a Cristo es una nueva persona; las cosas viejas se terminaron y todas son nuevas”, dicen las Sagradas Escrituras. Gracias a Dios tengo buena salud. ¿Acaso me ven caído como teta de vieja? Estoy fuerte, y eso que me levanté a las cinco de la mañana para cocinar empanadas y no dormí siesta. Tampoco me pidan que me eche un polvo así como si nada.

Las pibas me vuelven loco. En la pensión hay una que tiene el culito parado. Una manzanita. Lo zarandea la muy puta. El otro día me encamé con una gordita putona. Me pide que le rasguñe los pezones. Se los dejo colorados como huevo de ciclista. Por eso me dejo larga la uña del dedo chico. Para toquetear tetas. Y de paso hacer el repulgue de las empanadas. Las mujeres me vuelven loco, pero nunca pierdo el rumbo. He estado con rubias, morochas, coloradas, castañas, negras, gordas, flacas, altas, bajas. Solo me faltaron pasar por las armas a las japonesas. Dicen que tienen la conchita horizontal.

Lamentablemente sigo fuera de la vía. Estoy manoteando el aire, buscando encajar en la vía, la máquina se me está enterrando, gasto mucha energía. Cuando esté en la vía, no paro más. No paro más, ¿estamos?

Lo más importante es reírse. Por eso le pregunto a la gente si me tiene miedo. Vecino, ¿no tiene idea quién soy? Panadera, si adivina quién soy, le ofrezco mis servicios de contador y abogado gratis. Muchachito, ¿me juna? ¡Qué me va a junar con esa cara de boludo!

Al final, cuando les digo que soy Arquímedes Puccio, se caen de culo. Puccio, al que acusaron falsamente de secuestrar con su familia en el sótano de su casa. ¡Están en pedo! Mi familia era normal. La hicieron mierda esos hijos de puta. Deberían ponerse de pie al oír mi nombre. Manga de brutos desagradecidos.

Soy Arquímedes Rafael Puccio, les digo.

Y muchos se caen de culo. Se caen de culo. Y yo me cago de risa. Me les cago de risa en la cara.

(Fragmento de una entrevista realizada a Puccio en 2011).

***

El viejo Puccio entra en la peluquería sacando pecho y silbando un tango de Pugliese, como un rey loco y testarudo al que lo han abandonado hasta sus bufones. Un rey con alpargatas agujereadas, pantalón caqui y pulóver azul lleno de pelusa. Un rey barbado, de mirada penetrante y cejas mefistofélicas. Retacón y agrandado, aunque no tenga dónde caerse muerto. Pensar que en sus años mozos, como dice él, se empilchaba con saco y corbata y viajaba por el mundo. Ahora, en mayo de 2012, es una cáscara de lo que fue, un jubilado que sobrevive en una pensión de General Pico, La Pampa.

Saluda en voz alta para llamar la atención.

El peluquero lo mira, pero no responde el saludo. Sigue cortándole el pelo a un cliente.

Puccio se sienta y hojea la revista Paparazzi.

—¡Qué pedazo de culo que tiene esta atorranta! A estas revistas con olor a concha habría que prohibirlas, embrutecen al hombre.

El peluquero lo mira con desprecio. El cliente se ríe. A Puccio no le importa. Habla solo, pasa las páginas y hace comentarios:

—Estos se la pasan mostrando sus casas y sus autos. ¿Con qué autoridad pueden juzgarme y señalarme con el dedo? —se pregunta y luego de un breve silencio, se responde—: Con ninguna autoridad, turros de mierda.

El peluquero deja la tijera a un costado y se acerca al viejo.

—¿Qué se le ofrece, señor?

—Mire, hombre, si estoy acá es para cortarme un poco el pelo, no voy a venir a comprar huevos o un churrasquito.

—Le voy a pedir que no diga groserías. En diez minutos lo atiendo.

—Quédese tranquilo, soy inofensivo. ¿Sabe quién soy?

—No tengo idea.

—¿No se imagina?

—Señor, estoy trabajando.

—Soy Arquímedes Puccio.

El peluquero sintió que estaba frente al diablo. Había escuchado que Puccio vivía en su pueblo pero nunca se lo había cruzado.

—Le voy a pedir que se retire y no vuelva nunca más.

—¿Por qué motivo?

—Yo no le corto el pelo a asesinos.

—Usted se deja llevar por la prensa. Son todas mentiras.

—Si no se va, voy a llamar a la Policía.

Puccio no dijo nada. Se dio media vuelta y salió cabizbajo.

 

Desde ese momento no volvió a preguntarle a nadie si sabía quién era. Era mejor que ignoraran su pasado. Ese día vio reflejada su culpa en la cara de los otros. Si todos seguían el camino del peluquero, estaba terminado. Imaginó que la bola crecería y ni siquiera podría comprar comida. Como Jean Valjean, el convicto de la novela Los Miserables, de Victor Hugo, a quien echaban de pocilgas y alojamientos de mala muerte por su pasado criminal. Solo lo salvó un cura. A Puccio lo salvaron dos pastores evangelistas.

Después de 23 años en prisión, el 18 de julio de 2008 salió en libertad condicional de la cárcel de General Pico y fue a vivir a la casa del pastor Héctor Villegas, de la iglesia Biblia Abierta. La primera aparición del viejo en el pueblo fue en el Banco Hipotecario, donde fue a abrir una cuenta. Con boina y buzo azul, salió apurado. Esos días los vivió con una mezcla de alegría por salir de la cárcel y la tristeza por la muerte de su hijo Alejandro, ocurrida el 30 de junio por un cuadro agravado de neumonía.

El reencuentro entre padre e hijo en libertad no pudo ser posible. La última vez que se vieron en la calle fue el 23 de agosto de 1985, en San Isidro. El último día que pasaron en libertad antes de la caída.

Arquímedes fue detenido con sus cómplices, entre ellos sus hijos Daniel “Maguila” y Alejandro, talentoso wing tres cuartos del CASI, un tradicional equipo de rugby de San Isidro, y ex jugador de Los Pumas.

Su esposa Epifanía también fue acusada, pero la Justicia no encontró pruebas en su contra. Sus hijos Silvia, Adriana y Guillermo, que estaba en Nueva Zelanda cuando ocurrieron los secuestros, no fueron involucrados. Tanto Puccio como sus cómplices fueron condenados a reclusión perpetua.

Los vecinos creían que la familia era inocente. No podía ser que el señor Puccio, que los domingos iba a misa vestido de traje, hubiera arrastrado a los suyos al delito. Sintieron horror cuando se comprobó que entre 1982 y 1985, habían secuestrado y matado a los empresarios Ricardo Manoukian, Eduardo Aulet y Emilio Naum.

La historia conmovió al país. El clan Puccio inauguró la era de los secuestros post dictadura. “Una industria familiar sin chimeneas y con mano de obra barata”, como les decía Puccio a sus cómplices. No hubo, en el mundo, un caso parecido a este: que una familia secuestrara gente en el sótano de su casa. Y que las víctimas hayan sido del mismo barrio o conocidas de algún miembro del clan.

Tanto él como su familia lo perdieron todo: la tranquilidad, la paz, el apellido (que pasó a ser parte de la historia del crimen), los amigos. O casi todo: la famosa casa donde tenían a los secuestrados sigue a nombre de Epifanía. Nadie quiso comprarla. Esa casa de dos plantas que ninguna de las víctimas pudo ver. En la planta baja estaban las habitaciones del matrimonio y de las dos hijas, un baño, la cocina, un comedor y un patio con una escalera que comunicaba a la planta alta. Allí estaban los cuartos de Alejandro y Maguila, el despacho de Arquímedes, una sala de reuniones, un hall y un patio. En la parte de adelante de la casa había una rotisería que Arquímedes cerró porque no le daban los números y un local de windsurf que atendía Alejandro. El hogar tenía dos lugares aterradores. Uno era el baño de arriba, donde mantuvieron cautivos a dos secuestrados en la bañera. El otro era el sótano, una cárcel que alojó a otros dos prisioneros.

Nunca se arrepintió de sus crímenes. Todo lo contrario: reivindicó su plan siniestro y hasta demonizó a las víctimas, una manera de matarlas por segunda vez.

Sin ensuciarse las manos. Así hizo siempre. Los que mataban eran sus subordinados, bajo sus órdenes.

Puccio es un asesino que nunca mató.

En General Pico vivió su segunda vida. Se inventó un nuevo pasado. Como esos escritores que en sus últimos años se alejan de todo y van a escribir sus memorias a un pueblo donde nadie los conoce, el viejo va al almacén, al mercado o la verdulería y a algunas personas les da una tarjetita que dice “Arquímedes Rafael Puccio, contador y abogado”. Una vez se presentó al Concejo Deliberante local para buscar clientes.

—En la tarjetita puse que atiendo urgencias las 24 horas y se cagan todos —me dijo el viejo cuando lo conocí, el 9 de julio de 2011. En ese encuentro, me impactaron su mirada fija, su energía de joven en un cuerpo de viejo y su memoria.

—Da la sensación de que proyecta su vida como si fuera a vivir 120 años —le comenté ese día.

—Es que voy a vivir 120 años y quizá mucho más —respondió con naturalidad, con la certeza de que tendría todo el futuro por delante.

—¿Cómo imagina su muerte?

—Me gustaría morir teniendo sexo. Sería un acto de justicia.

Puccio se jactaba de haberse acostado con más de doscientas mujeres. A muchas de ellas era capaz de recordarlas solo por un gesto, la sensualidad de un escote, la forma de caminar o el aroma de la piel.

A los 82 años no tenía nada y al mismo tiempo tenía algo que lo hacía poderoso: una verdad nunca dicha. Un secreto que no tiene nombre.

—Pueden decir lo que quieran, imaginar, inventar, juzgar, pero solo yo sé la verdad de esta historia. Y me la voy a llevar a la tumba —me dijo sin sacarme la mirada de encima.

Después de pronunciar esa frase, hizo un silencio —como los oradores que hacen una pausa para escuchar los aplausos— y empezó uno de sus largos monólogos. A veces reía a carcajadas de sus ocurrencias: se celebraba a sí mismo. Era lo más parecido a un profeta sin credo ni creyentes cuya misión en el mundo era repartir fantasmas a medida.

*Rodolfo Palacios, autor de El Clan Puccio, la historia definitiva, de Editorial Planeta. Además realizo la investigación periodística y fue miembro del equipo autorial de Historia de un Clan, de los hermanos Sebastián y Luis Ortega, la serie de Underground que saldrá por Telefe en septiembre.


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