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¿Qué hacemos con Nisman?

Por Romina Manguel

Alberto Nisman resultó funcional a múltiples intereses mientras estuvo vivo y al frente de la fiscalía mejor dotada del país. Y muerto es tan incómodo que algunos apenas saben ya cómo disimularlo.

Si Nisman dilapidó fondos públicos, ¿no hay un grado de complicidad por parte de quienes nunca lo controlaron y hoy se paran sobre su tumba con un dedo acusador? El jefe de Gabinete, Aníbal Fernández , dijo sin sonrojarse que el fiscal muerto era un «turro» que «pagaba ñoquis». De ser así, el hombre que ocupó los cargos de ministro del Interior y ministro de Justicia mientras Nisman estaba al frente de la UFI-AMIA ¿no debió haberlo sabido y hacer algo al respecto? Si Nisman no produjo un solo avance en la investigación del peor atentado de la historia argentina ni aportó un dato nuevo en diez años, ¿sólo después de enterrado el fiscal, el propio juez de la causa AMIA , Rodolfo Canicoba Corral, tiene algo para recriminarle? Si Nisman era una marioneta de los Estados Unidos dispuesta a articular cualquier pedido de la embajada para direccionar la investigación, ¿por qué le permitieron seguir al frente de una farsa? Las visitas del fiscal a la embajada fueron detalladas en un libro, ArgenLeaks, que está en venta en cualquier librería desde septiembre de 2011. ¿Nadie lo leyó?

La excepción que no constituyó la regla fue el colectivo de familiares de las víctimas Memoria Activa, que en más de una oportunidad cuestionó el desempeño de Nisman y llegó a pedir que lo removieran. O Sergio Burstein, que confrontó con él en algunas ocasiones. «Sacarlo hubiese sido un escándalo»; «imponerle algún control hubiese sido un escándalo»; «pedirle que rindiese los gastos hubiese sido un escándalo», repiten ahora en los mismos despachos oficiales que se escandalizan tarde por el descontrol que habría reinado en la UFI-AMIA. Las airadas reacciones tardías se parecen mucho a las sobreactuaciones

Nisman murió. Lo mataron. O se mató. Dos meses después sólo hay dudas. Y la certeza de que, desde el cementerio de La Tablada, es una ausencia más incómoda que la que generaba su presencia en la oficina de la calle Hipólito Yrigoyen. Porque desnuda el desinterés sobre la investigación del atentado contra la AMIA, más allá de las palabras sentidas de funcionarios y ex funcionarios en cada aniversario del desastre.

Si Nisman tenía todo el poder sobre la causa, era porque alguien se lo había dado. Si hacía lo que quería, era porque podía hacerlo. Es inconcebible creer que fue el disparo final el que alertó a las autoridades nacionales sobre lo que pasaba o dejaba de pasar en la causa que investiga el asesinato de 85 personas destrozadas por una bomba en la mutual judía. Ni trescientas fotos del fiscal con chicas en Buenos Aires o Cancún pueden ocultar lo que resulta evidente: hay quienes son tan responsables del destino de la investigación del atentado como el propio Nisman. La diferencia es que el muerto no puede responder. Nisman no será imputado post mórtem. Eso es una obviedad. Sin embargo, hay quienes están convencidos de que hay forma de disimular las responsabilidades de tantos otros a lo largo de los años concentrando en el fiscal todas y cada una de las culpas. Una engañosa manera de expiar las propias.

La ciudad empapelada con sus fotos privadas es una canallada que defienden unos pocos parapetándose en el «derecho de la sociedad a saber». Para ellos, los que se engolosinan con cada nuevo retrato privado que se hace público, ese mismo derecho de la sociedad a saber quién y cómo se perpetró el atentado resulta un dato anecdótico. ¿La sociedad no tiene también derecho a saber, además de qué hacía el fiscal por las noches, qué responsabilidad tuvieron los funcionarios que miraron para otro lado durante más de diez años?

Nisman reconoció públicamente su vínculo con Jaime Stiuso y el rol fundamental que el ex director de Operaciones y hombre fuerte de la Secretaría de Inteligencia ejercía en la investigación del atentado contra la AMIA, fundamentalmente a través de la relación con las agencias de inteligencia extranjeras israelíes y norteamericanas con las cuales mantuvo una comunicación privilegiada de la cual la causa se nutría año tras año. Hasta que Stiuso no se convirtió en el enemigo público número uno del Gobierno, ¿todos ignoraban qué era lo que hacía y el grado de influencia que tenía en la pesquisa?

Nisman jamás escondió su relación con Stiuso. Al contrario. Pero el Gobierno recién se hizo eco del doble comando en la causa AMIA cuando el fiscal denunció a la Presidenta y al canciller por encubrimiento. Otra vez: fuera de los familiares de las víctimas, apenas se escucharon otras voces que cuestionaran al tándem que estaba al frente de lo que se supone que era la investigación más sensible que se llevaba a cabo en el país. ¿Todo lo que se hizo fue tan malo? ¿O tras su muerte ésa es la respuesta más conveniente para salir de ese lugar incómodo en el que los deja Nisman con su muerte?

Hay preguntas que deben responderse de inmediato. Y que nada tienen que ver con la vida disipada del fiscal, ni con sus largas madrugadas en Rosebar, ni sus viajes, ni sus fiestas. El impacto de las imágenes es fuerte, pero es una distracción a corto plazo para la sociedad, si permite que se la subestime. ¿Qué puede aportar la amiga veinteañera del fiscal si no estuvo con él los días previos y apenas alcanza a comprender qué era lo que hacía ese hombre al que conoció en un boliche? Sus constantes apariciones mediáticas podrían garantizarle un lugar en el codiciado trampolín de la fama en «Bailando por un sueño». Ninguno de los familiares de las víctimas de AMIA sigue ansioso los próximos pasos de Florencia Cocucci. Sí quieren saber por qué durante más de diez años el Gobierno, los procuradores, los funcionarios de la Justicia y gran parte de la dirigencia comunitaria le confiaron el esclarecimiento del atentado a un hombre (o a dos) que les generaba tamaña desconfianza. Algo que hoy no resulta oportuno hacer conocer estaban haciendo bien. O nadie salvo ellos dos sabía qué pasaba puertas adentro de la UFI-AMIA.

Las familias de los muertos observan los llamativos contratos y la falta de rendiciones del dinero que debía gastarse en saber quién mató a sus muertos. Entre ellos, el del hombre que le facilitó la pistola a Nisman, el enigmático Diego Lagomarsino. Desde el Gobierno insisten en la anarquía que dominaba la fiscalía sin preguntarse por qué durante más de diez años nunca le preguntaron a Nisman cómo administraba el dinero que manejaba.

Mientras su familia lo llora, sus colegas lo veneran y sus enemigos lo denuestan, hay quienes se preguntan qué hacer con él. Qué hacer con Alberto Nisman ahora. Como si se tratase de un viejo jarrón heredado que incomoda donde se lo ponga porque recuerda constantemente algo que nadie en la casa quiere recordar. Pero que no se puede tirar. Y con el que tendrán que convivir eternamente.

Fuente: La Nación.


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