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La tradición del silencio en democracia

Por Norma Morandini

La Plaza de Mayo, tradicionalmente, sirvió pare reclamar, para festejar. Nunca antes, como ahora, el paseo que nos cobijó en el enojo o la alegría acogió a una multitud conmocionada por el tiro en la sien del fiscal Alberto Nisman. Una muerte política en la que simbolizamos todas las muertes por las que nunc antes nos movilizamos. Es lo que me digo sentada en un bar de la Avenida de Mayo, empapada tras horas bajo la lluvia para acompañar ese peregrinar de una multitud, que desafió la lluvia y que se reconoció a sí misma en el mismo anhelo de paz que nos anima. Sin miedo a la multitud, el bar mantuvo sus puertas abiertas, donde un inmenso televisor devolvía las imágenes de los que ya habían llegado al Cabildo y los aplausos se repitieron, una y otra vez. Un gesto sencillo de identificación con desconocidos que, sin embargo, en ese momento se convirtieron en nuestros iguales. Ese misterio de la emoción compartida, sin palabras. Fuimos a marchar en silencio. Sin embargo, había alegría en esos gestos de reconocimiento. El 18-F fue una mezcla de marcha cívica y procesión que comienza a integrarse a ese repertorio de silencios que han ido amasando nuestra todavía incompleta democracia: el de los pañuelos blancos que increparon al poder cuando la mayoría tenía miedo; el que a la hora en la que el sol se escondía tras las montañas de Catamarca, el silencio rugía sin palabras por el crimen de María Soledad. El que levantó las maquinas fotográficas en recuerdo de Cabezas. El silencio que calla para no gritar. Es una expresión de sabiduría. En la marcha del 18-F no hubo furia porque pudimos reconocernos en el silencio, ese que sobrevive a las muertes.

Fuente: La Nación.


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