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La mezquindad política se paga con vidas

Por Romina Manguel

Si algo tuvieron en común la policía de Mauricio Macri y las fuerzas de Sergio Berni es que ninguna de las dos quería pagar el costo político del desalojo de un predio usurpado en Lugano. Y así, evitándolo, estuvieron seis meses eternos hasta que el asesinato de una adolescente de 18 años a metros del asentamiento los obligó a actuar. No el crimen, sino la dimensión mediática del hecho. Las cámaras, los cronistas, volvieron al espacio que parecía olvidado. La foto de Melina López estaba en todos lados. Y entonces sí, el espanto los unió y en cuestión de horas la policía de la ciudad y las fuerzas federales resolvieron lo que sectores de la Justicia reclamaban insistentemente: intervenir.

En apenas unos días y a partir de una muerte mediática, lograron llevar adelante el objetivo que no habían podido concretar en seis meses. ¿Cómo se explica? Ni Macri, ni Berni, ni María Eugenia Vidal, ni la jueza, ni la Presidenta necesitaban de los medios para saber qué estaba pasando en Villa Lugano y cómo transcurrían los días los habitantes del asentamiento. ¿Por qué esperaron la foto de Melina en cadena nacional para reaccionar? ¿Porque sucedió afuera y no adentro del predio? ¿Porque era una estudiante secundaria como tantas en las cuales la clase media puede verse reflejada? El tiro que mató a Melina sonó tan fuerte que alertó a las autoridades de todos los colores. Logró lo que no lograron las cientos de declaraciones testimoniales de los vecinos de la villa que advertían sobre el peligro ni los disparos contra sus casillas. «No son tiros, son piedrazos», llegó a decir un policía de la Comisaría N° 52 de Lugano para desdramatizar el asunto. Cuando la muerte sale de los límites de la villa y alcanza al «ciudadano común» se encienden todas las alertas en cadena: los medios lo visibilizan y las autoridades responden a los ojos de cientos de miles que lo siguen por televisión y votan al que les asegure que eso no les va a pasar.

Durante los últimos meses, en la zona sur de la ciudad, el Estado pareció evaporarse. Por lo menos en el aspecto formal. Durante seis meses, un predio contaminado estuvo tomado, se instalaron familias, se libraron órdenes de desalojo que fracasaban ante las desinteligencias de la Metropolitana y la Federal, se desataron sangrientas internas por el control de la venta de droga, se hicieron allanamientos donde se secuestraron machetes, facas, un revólver calibre 22 y una itaca. Se incautó de una importante cantidad de estupefacientes, se balearon casillas, se amedrentó a los habitantes del asentamiento, dispararon a una embarazada que perdió a su bebe. Los terrenos de Pola y Avenida de la Cruz pasaron a costar en el mercado informal de 2000 hasta 60.000 pesos.

El fiscal Carlos Rolero puso en evidencia el entramado de intereses políticos y negociados, identificó a los instigadores, y no avanzó más porque la limitada competencia del fuero contravencional no se lo permitía. Advirtió, sí, sobre el polvorín en el que estaban sentadas miles de familias. Sobre el riesgo de sus habitantes. Sobre la necesidad de un desalojo pacífico. De haber podido seguir investigando, probablemente hubiese encontrado la presencia del Estado en su forma más descarada, a través de punteros que ejercen el abuso fácil allí donde domina la necesidad y la ignorancia. Punteros de Pro, de UNEN, hasta de una empleada del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación y una asesora de una legisladora porteña del Frente para la Victoria formaban parte de esta red de corrupción que, se supone, alguien en algún fuero estará investigando. Informalmente estaban casi todos, de la manera equivocada: haciendo un negocio de la necesidad.

Del expediente surge que la toma del predio se gestó durante el año anterior a hacerse efectiva. ¿El Estado no lo supo? En diciembre de 2013, Víctor Hugo Núñez, presidente de la villa 20, dio la orden de cortar el pastizal del viejo cementerio de automóviles de la Policía Federal. ¿No fue una señal fácil, sin demasiada necesidad de inteligencia previa, a la que se le pudo haber prestado atención? ¿Un predio deshabitado lindante con una villa superpoblada no es susceptible de toma? A fines de febrero y con terreno despejado, empezó a ocuparse el terreno. El 24 llegaron familias confiadas de obtener la vivienda digna que les habían prometido y usurpadores ansiosos de hacer otra vez un buen negocio. Delimitaron los «terrenos» con palos, sogas, colchones.

Apenas cuatro días más tarde, un grupo de fiscales conformados por el fiscal general adjunto de la Ciudad, Luis Cevasco, Gabriel Unrein y Rolero pidieron el desalojo del predio. El juez Gabriel Vega dijo que sí. Pero puso una condición: la única fuerza que participaría del operativo sería la Policía Metropolitana. Cuestionada, con frondosos fracasos en este tipo de intervenciones -Indoamericano, villa 31, Sala Alberdi, Borda-, su desempeño en situaciones de conflicto social no parecen ser el fuerte de la policía macrista. La Metropolitana informó «no estar en condiciones». No quiso arriesgar un nuevo fracaso, cansada de ver desfilar a sus efectivos por los pasillos de tribunales y consciente del riesgo político que implicaba un nuevo desenlace sangriento.

Mientras las delimitaciones precarias se convertían en casillas, entraban chapas y materiales y se efectuaban las ventas de terrenos, el desalojo fue confirmado por la Cámara de Apelaciones de la ciudad de Buenos Aires. Con una salvedad: ya no sería sólo la Metropolitana la que realizaría el desalojo, sino que debía ser acompañada por una fuerza nacional. Y entonces, lo que debía ponerle punto final al conflicto fue el comienzo de un nuevo y errático capítulo. La jueza María Gabriela López Iñíguez pidió conformar una «mesa interinstitucional» para coordinar la manera en la que se llevaría adelante el desalojo. Se reunieron más de seis veces. Las actas dan cuenta del dislate: interminables discusiones sobre lo que estaba dispuesta a hacer cada una. Discusiones que terminaban en la nada mientras el censo daba la voz de alerta: 1800 personas ya ocupaban el lugar que se había rebautizado como «Papa Francisco».

Discutieron. En cada encuentro y en otros niveles «más arriba». Berni no ocultó su desprecio por la Metropolitana. Macri, sus sospechas de una emboscada política ante un nuevo conflicto social y la falta de colaboración de las fuerzas federales de Berni. Berni acusó al fiscal de dormir y no desalojar, y la jueza, a Berni, de no presentar un plan de desalojo. El ministro de Justicia y Seguridad de la ciudad, Guillermo Montenegro, acusó a Berni de no haber evitado la usurpación del predio con Gendarmería, la primera noche de la toma. Todos tenían explicaciones y excusas. Sospechas cruzadas. Hasta que un balazo atravesó a Melina. Una chica de 18 años que iba a realizar la mundana tarea de pagar el celular en un hipermercado de la zona. Dos delincuentes le quisieron arrancar la cartera. Le pusieron una pistola en la cabeza a su novio. Y una bala se disparó. El adolescente la lloró vía Facebook: «¿Por qué la vida es tan injusta? ¿Por qué tener que escribir esto llorando sentado solo?». Y otra escena repetida: vecinos reclamando seguridad y justicia, con la foto de Melina en las manos. Otra víctima. La tragedia tenía esta vez el rostro de una morocha de flequillo frondoso que estudiaba el último año del secundario en un colegio industrial.

A Melina la mató la falta de prevención del Estado el 19 de agosto. La ejecutaron dos delincuentes que estarían identificados. Y el predio terminó siendo desalojado por la presión mediática. En eso, sólo en eso, coinciden por lo bajo la Ciudad y la Nación: que seis meses después de la toma y tras dos frustrados intentos, finalmente, hicieron lo que tenían que hacer con la orden de una jueza que adelantó sus vacaciones para ponerle la firma a un pedido caliente que venía postergando: «A las 9.15, con la actuación coordinada de la Policía Metropolitana y Gendarmería Nacional comenzó la ardua e ingrata tarea de vaciar el predio de objetos y pertenencias varias».

¿Cambió algo entre el primer pedido de desalojo y el último? Objetivamente, no. Las condiciones eran similares. Pero el efecto mediático de la muerte de Melina logró que en cuatro días se coordinara lo que en seis meses parecía imposible. Berni y Montenegro pasaron juntos en el lugar toda la tarde del sábado mientras se desarrollaba el operativo. Y el lunes por la mañana volvieron a cuestionarse, como siempre.

Fuente: La Nación.


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