| Hotaru, de Sancia Kawamichi

Fragmento de la novela ganadora del BAN 2014

Hotaru es una novela negra de amor, japonesa, erótica y lisérgica. Con un abuelo borracho perdido en la noche de Derqui y una geisha que no quiere abrir los ojos hasta tener a su amado frente a ella

PetitMort-2Una noche de mil novecientos setenta y pico mi abuelo salió a caminar por los alrededores de Derqui para aliviarse de una borrachera, y se perdió.

Estábamos en la casa de mi tío Pancho, celebrando no recuerdo qué.

Era una fiesta increíble. Más de cien invitados, una banda en vivo que tocaba lo que se le pidiera, mucho cotillón, barriles de vino, cerveza tirada, miles de cajones de gaseosas para nosotros, los más chicos.

La estábamos pasando tan bien que recién a las dos de la mañana nos dimos cuenta de que mi abuelo no estaba.

La música se detuvo.

Mi tío Pancho, en un estado deplorable, llamó a la policía y, como pudo, explicó que no tenía idea de qué había pasado con su hermano.

Mi mamá se puso a llorar.

Yo también.

Mi abuela no.

—Se debe haber ido con alguna —dijo.

Tambaleándose, mi tío Armando fue hacia su Dodge plateado y le pidió a mi primo Enrique que lo acompañara:

—Gamos a guscarlo…

Pero apenas subieron al auto, mi abuela dijo:

—Esperen —y agregó—: Ahí viene, ¿no?

Era cierto. En la otra cuadra, del lado de la vereda de enfrente, había una mancha oscura, con forma de aceituna, que por alguna razón todos relacionamos con mi abuelo.

—Sí —dijo mi mamá.

Y fuimos hacia él. Todos menos mi abuela, que se quedó esperándolo junto a la puerta marrón.

—Me perdí —dijo mi abuelo, que parecía recién salido de una pileta llena de alcohol—. No sé por dónde anduve… Qué sé yo. Estuve por ahí, por donde está lleno de yuyos… Por lo de la japonesa…

—¿Qué japonesa? —preguntó mi tío Pancho.

—Una japonesa, no sé de dónde apareció. Una pibita. Le salían cosos de las manos, bichitos de luz…

La escena me gustó, una japonesa que lanzara insectos luminosos de la mano como si se tratara de rayos láser no podía no atraerme.

—¿Pero era una japonesa japonesa, o parecía japonesa, como la Gladys?

—No, japonesa japonesa japonesa —mi abuelo rió como si hubiera dicho un chiste—. No estaba vestida con esos ponchos que usan ellos, pero era una japonesa.

—¿Qué ponchos? —le preguntó mi abuela.

—Los ponchos esos de los samuráis. Esos que usa Kung Fu.

Mi abuela negó con la cabeza. No tenía sentido seguir con las preguntas.

—Pero igual tenía ropa japonesa —continuó mi abuelo—. Un quinoto rojo y con otros colores que ahora no me acuerdo.

—Kimono —corrigió mi abuela.

—Sí, kimono… Pobre japonesa, no sé cómo no le daba miedo. No hay un alma por ahí… Encima, me pareció que le faltaba el…, el…, el coso…

—¿Qué coso?

—El coso este —mostró el pulgar de su mano derecha.

—¿El dedo gordo?

—Sí… —mi abuelo volvió a reír, con una risa que parecía de doble sentido, como si quisiera darle un matiz atrevido, pícaro, a sus palabras— el gordito…

—Bué… —dijo mi tío, ya sin paciencia—. Volvamos a la casa, entonces. La noche todavía está en pañales…

Todos gritamos, algunos al estilo sapucay, y seguimos con la fiesta.

La increíble fiesta.

Que duró hasta el amanecer.

Cuando nos estábamos yendo, apareció un patrullero.

Bajó un policía morrudo, retacón, morocho.

Preguntó si mi abuelo estaba bien.

—Sí —dijo mi tío Pancho—. Yo llamé para avisar.

—Sí, lo atendí yo. Pero por las dudas queríamos asegurarnos de que todo sigue en orden.

—Sí, gracias por preocuparse.

—Anduve por lo de la japonesita —dijo mi abuelo, como si brotara.

—¿Qué japonesita? —preguntó el policía.

—La de los bichitos de luz…

Mi tío le hizo una seña al policía, dándole a entender que mi abuelo había bebido y estaba diciendo cualquier cosa. El policía entendió:

—Nos retiramos —dijo—. Que tengan un buen día.

El patrullero se alejó y nosotros (mis abuelos, mi madre y yo) empezamos a caminar hacia la estación de trenes. Todavía teníamos por delante más de una hora de viaje para llegar a casa.

Mi abuela no tocó el tema de la japonesa de los bichitos de luz. Odiaba que mi abuelo dijera disparates.

Hablamos de la fiesta.

Y de otras cosas.

Pero mi abuelo, a pesar de la borrachera, tenía razón.

No había mentido.

Allí, por los alrededores de Derqui, donde todo era barro, oscuridad y yuyos, se había cruzado con una japonesa.

Y la japonesa tenía puesto un kimono jade con flores rojas y un obi azul.

Y llevaba en sus manos varias luciérnagas que, al igual que ella, brillaban fríamente, como de pena.

Mi abuelo había visto esa imagen.

Pero nosotros le creímos recién unos meses después, cuando el tío Pancho nos contó lo que había sucedido en Derqui.

—Es de no creer —dijo—. Pero lo creo porque una parte la vi con mis propios ojos y la otra me lo contó directamente el capo del destacamento, que es amigo mío. Y no anda con cuentos. Así que le creo. Pero es de no creer.

—Pero qué es lo que pasó.

—Mirá, por donde vos anduviste perdido la vez pasada hay una casa que hace años que está abandonada.

—¿Ahí por los yuyos?

—Sí.

—Yo no la vi.

—Es una casa vieja, que nadie la ocupa porque ¿viste cómo es?, se cuentan pavadas, y la gente las cree.

—¿Está embrujada?

—Dicen, pero no. Esto que pasó no tiene nada que ver con fantasmas —mi tío Pancho sacó los cigarrillos, y prendió uno para agregarle suspenso al relato—. Tiene que ver con guerrilleros.

—¿Guerrilleros?

—Sí, no sé si Montos o qué, pero guerrilleros. Y los tipos estaban en esa casa que te digo. La tenían como aguantadero. Nadie se daba cuenta porque vivían a oscuras. Para los vecinos más cercanos, que son cinco o seis, la casa parecía igual de deshabitada que siempre. Pero anteayer a la noche pasó una cosa increíble. De la casa esa empezaron a salir bichitos de luz, un montón, cientos, y se quedaron como flotando sobre el techo… Imaginate el espectáculo, se veía hasta de mi taller, que está lejísimos de ahí. Y bueno, la gente se empezó a acercar. Yo también. Y apenas llegué a la casa, salieron de adentro cinco personas, cinco sombras, y salieron disparando a campo traviesa, como si alguien los estuviera persiguiendo. En un segundo, chau, se esfumaron, y los que estábamos ahí nos miramos desorientados, mientras los bichitos de luz seguían sobre la casa como si nada. No sé cómo se enteraron los canas, pero a los cinco o diez minutos apareció un patrullero. Le contamos que vimos salir a unas personas, pero que no pudimos identificar si eran hombres o mujeres. Uno de los policías fue al patrullero, habló por la radio y regresó. Golpearon la puerta. Esperaron. Golpearon otra vez. Y como no obtuvieron respuesta, sacaron los chumbos y abrieron la puerta de una patada…

—¿Sin orden de allanamiento?

—No existe la orden de allanamiento. Eso es una gilada de las series gringas.

—¿Y adentro encontraron armas?

—No. Lo que encontraron fue lo más increíble de todo. Más que las luciérnagas. El interior de la casa estaba todo decorado como si fuera una casa japonesa. Yo no sé mucho de muebles y adornos, pero vi la casa y era como una casa japonesa. Había biombos, un altarcito, almohadoncitos, cosas así, japonesas. Muy lindo.

—¿Y eso qué tiene que ver con los guerrilleros?

—Bueno, ahora viene. Además de todo lo japonés, los canas encontraron otras cuestiones: documentos de política, unos frasquitos raros que andá a saber para qué los usaban, proyectos de un golpe a un banco, cosas por el estilo…, y además, en una de las habitaciones encontraron indicios de que tenían secuestrada a una mina.

—¿A la japonesa?

—No, una mina que parece que secuestraron hace unos días, la hija de un empresario. El capo del destacamento me confirmó que encontraron cosas que eran de ella.

—¿Y se la llevaron?

—Sí, sospechan que sí, pero eso lo van a saber cuando los agarren. Por ahora, y esto me lo aseguró él, no tienen idea de por dónde andan.

Recién entonces yo participé de la conversación:

—¿Y los bichitos de luz?

Mi tío se rió. Le causó gracia que mi interés pasara por las luciérnagas.

—Se fueron. Se quedaron un rato, una o dos horas, y después qué sé yo. Aparentemente, los loquitos estos eran criadores de luciérnagas, y las liberaron porque se ve que tuvieron que salir de raje y no les quedó otra que deshacerse de ellas.

Dejé de prestar atención a lo que decían. No me interesaba. Para mí, la historia se reducía a dos imágenes: la japonesa perdida en un yuyal de Derqui y la casa envuelta por luciérnagas.

Lo demás se me escapaba. Era demasiado chico como para saber en qué tipo de país estaba viviendo. La dictadura militar no era ni siquiera un rumor molesto, un mal susurro para mí. Videla me caía bien porque me caían bien todos los hombres que tuvieran bigotes o barba. Y los uniformes no me causaban náuseas, como ahora.

Varios años después, muchos, más de veinte, me puse de novio con una chica de Derqui, María José, y le mencioné la historia de los bichitos de luz.

—Mi abuela me contó esa historia —me dijo—. Ella estuvo esa noche en la casa. Pero no me dijo nada de los montoneros.

Me puse a investigar. Hablé con la abuela de mi novia, con gente del barrio que había presenciado la escena.

Pero no obtuve mucho, hasta que conocí a Gervasio Nievas, un ex periodista de Derqui que tenía bien presente lo que había sucedido en “el rancho de las luciérnagas”.

—En una época yo quise escribir un libro sobre esa historia. Por algunos policías conocidos sabía que la piba esta, Mercedes, había estado secuestrada en la casa, y que la comisaría de Pilar se había hecho cargo del caso y había inventado cualquier cosa para la prensa. Investigué. Durante mucho tiempo. Pero a medida que investigaba me iba dando cuenta de que sabía menos, de que me perdía, y que tampoco podía demostrar nada. Todo lo que tenía, en suma, no eran más que conjeturas que carecían de documentación que las avalara. Y me harté. Me saqué ese libro de la cabeza, me dediqué a otra cosa, y toda la información que junté quedó archivada al pedo.

Gervasio fue generoso conmigo. No solo me facilitó su archivo, sino que me dedicó tiempo, tuve con él por lo menos cinco encuentros, y ninguno duró menos de dos horas.

Gracias a su información supe de Maeko, de Kaede, de Dantori, de Silvano, de Mercedes Iribarren, y supe también de armas, de bombas caseras, de historia argentina, de peronismo, de marxismo, y de las geiko, del Gion Kobu, del origami, del Libro de la almohada, de las novelas del mundo flotante de Ihara, las novelas de Kawabata, de Junichiro, de los haiku de Basho, de la ceremonia de los inciensos, del ikebana, de la crianza de luciérnagas…

Me sentí eufórico. Tenía bastante como para lanzarme a escribir, pero yo necesitaba saber cómo fue que Dantori y Kaede se habían conocido, cómo fue que sus vidas se cruzaron, y esa información no estaba en los archivos de Gervasio.

—Ella vivió en Buenos Aires, en Caballito, desde los dos años hasta los doce, que fue cuando regresó a Japón —me dijo

Gervasio en uno de nuestros encuentros—. Por eso hablaba bien el castellano. Fue a la misma escuela que Dantori. De esa forma se conocieron, y fueron noviecitos un tiempo. Después de que ella se volvió a Japón se siguieron escribiendo durante años. Ninguno de los dos tenía posibilidad de viajar, así que tenían que conformarse con esas cartas. Pero cuando la abuela y la madre de Kaede fallecieron en un accidente aéreo, ella quedó devastada, al borde de la depresión, y entonces decidió iniciar su aprendizaje para convertirse en geisha, o en geiko, que es como se dice en Kioto. Y Dantori no respaldó su decisión, al contrario: se desilusionó de ella, se decepcionó, y ya no volvió a escribirle. Kaede había tomado esa decisión porque no soportaba a su padrastro (a su padre biológico no lo conocía) ni a sus hermanas, a ninguna de las tres, y quería estar lejos de ellos. Pero Dantori no entendió esa razón, y por más que Kaede le aseguró que el mundo de las geishas nada tenía que ver con la promiscuidad o la prostitución, no hubo caso. Dantori dejó de escribirle, aunque siguió leyendo las cartas que ella le enviaba… Creo que fue en el setenta y siete que él viajó a Tokio para participar en un festival de música latinoamericana. Fue como guitarrista, no como cantante. No sé a quién acompañó, creo que a Mercedes Sosa. Y aprovechó que estaba allá para ver a Kaede. Sabía dónde ubicarla por los datos que ella le daba en sus cartas. Viajó a Kioto, al barrio de las geishas, y allí se reencontraron…

Después de esa charla con Gervasio decidí que ya era hora de encarar la historia. Aunque la información con la que contaba no fuera suficiente, aunque nada cerrara, aunque me perdiera, como le había sucedido a Gervasio.

Así que llegué a mi casa, prendí la notebook y empecé a escribir una novela.

Una novela incierta, medio japonesa, como yo, que soy incierto y medio japonés.

Una novela mía, sobre esos años de horror.


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